No aprietes el gatillo.
Y yo, que dejé de ser y me perdí por ti,
que te quise más que a mí,
que te creí más que me escuché,
que te miré más de lo que quise ver,
que te toqué como el que araña el agua,
que me entregué a morir,
que vi el abismo y aceleré,
que salté sin cuerda en tu puente de papel,
que no tuve nada
y me quedé.
Que me vi reflejado en todos los consejos que siempre tuve para otros,
me tapé los ojos,
me vendé la heridas y volví a jugar con tu pared,
contigo de por medio,
rompiendo el silencio para callar mis ideas,
con miedo y nada más,
a reventar entre tus piernas mis ganas de salir corriendo,
no sabes como de triste es follar cuando sabes que estás perdiendo.
Yo que ya no era yo,
y tú que sabías usarlo tan bien.
Tú que eras la cuerda y yo el títere aquel,
tú eras la propia guerra y yo el primer soldado en caer,
ese al que nadie salva,
por quien nadie recibe una bala,
solo un niño que no llega al cajón del chocolate,
el prisionero a quien nadie paga el rescate,
un juguete que no quisieron.
Pude huir,
y lo hice.
Pude volver,
y lo hice.
Pero en aquella guerra tú ya no pintabas nada.
Entonces dejé tu pared marcada,
me llevé las balas y me corté la venda,
me desaté las muñecas y me pasé la noche riendo sentado en el borde del abismo.
Que me salvé primero a mí,
que te quedaste allí como quien no entiende la canción,
como quien no sabe jugar y lo ha apostado todo,
como quien muere en las manos que antes esposaba,
como si ya no te importara terminar y salir corriendo con tus bragas.
Asustada.
Sabiendo que yo ya no,
y que ahora tú sí,
que ya solo vas a encontrarme en aquella puta pared llena de marcas.
Entendiendo que antes de disparar,
tienes que saber a quien vas a herir.