Non Tedium
«El comandante y la tripulación les damos la bienvenida a este vuelo de la compañía
Non Tedium Fly con destino Lisboa. La
duración estimada es de una hora y diez minutos. Gracias por su atención y
feliz viaje».
Paula apagó
el micrófono y miró a Carmen, esperando su aprobación. Pensaba que su voz había
sonado demasiado temblorosa. Pero la jefa, una azafata con mucha experiencia,
le sonrió y le guiñó un ojo.
El avión
rodaba ya por la pista. Paula se estiró el chaleco por encima de los pantalones
bien ceñidos. Se sentó y trató de respirar con tranquilidad. Había volado
cientos de veces, pero aquella era la primera que lo hacía como profesional,
tras meses de clases teóricas y talleres prácticos. Se dijo que era normal que
el corazón le latiera desbocado y que el aire pareciera no querer llegar a sus
pulmones. Puso las manos en los brazos de la butaca y sintió un ligero picor en
las palmas. Una gota de sudor le rodó por la sien. Confió en que el suave e
impecable maquillaje no se le estropeara.
Aquel vuelo
era también el primero de la Non Tedium
Fly, una nueva compañía de bajo coste, pero de calidad, según repetían los
anuncios que bombardeaban los medios. «Precios de allá para viajeros de aquí»,
rezaba el lema comercial. Aunque la compañía abarataba en gastos superfluos, cuidaba
los detalles. Le había parecido un equipo muy profesional cuando se apuntó,
guiada también por la publicidad, a los cursos de auxiliar de vuelo. Se había
quedado en paro y encontrar trabajo en aquel momento era tarea imposible. Le
encantaba volar, se le daban bien los idiomas y destilaba amabilidad. Parecía
un cambio de vida perfecto.
La
formación fue una experiencia deliciosa. Había congeniado enseguida con los
compañeros y ya trazaban planes para cuando las líneas a Asia o Sudamérica se
inauguraran. Se imaginaban en las costas brasileñas, bajo el sol, tomando
caipiriñas.
—Vamos,
Paula, arriba —ordenó Carmen—. Se esperan turbulencias y algunos pasajeros
están un poco nerviosos.
—Voy
—respondió, y se puso en pie de un salto.
Se había
quedado perdida en sus pensamientos. Y en la falta de aire. Apeló a su
responsabilidad y exhibió su mejor sonrisa. Recorrió el pasillo tratando de
calmar a algún pasajero inquieto, pero le temblaban las piernas y, al tercer
movimiento del avión, dio con sus rodillas en el suelo.
Eric la
cogió con amabilidad del brazo y la empujó hasta los asientos de la
tripulación.
—¿Qué te
pasa? ¡Estás blanca! ¿De verdad te asustan unos saltitos? —preguntó, medio en
serio, medio en broma—. ¡Pareces nueva!
—Es nueva,
Eric, déjala.
Carmen le
tendió un vaso de agua y le indicó que se sentara. A Paula la visión ya se le
nublaba y sentía un molesto zumbido en los oídos.
—No te
preocupes —le decía Eric, horas después, mientras tomaban una copa de vino
verde en una terraza del Barrio Alto, sobre los tejados de Lisboa—. Has tenido
un ataque de pánico, no hay más.
—He volado
mil veces, ¿cómo es posible que ahora me dé miedo?
Estaba
perpleja y asustada. Todos los meses de preparación se estaban yendo al traste.
Tuvo que pasar un buen rato en los asientos de la terminal para que el aire
volviera a circular por sus pulmones. Para entonces el pelo había escapado de
la coleta estirada, donde los sujetara por la mañana, y la camisa blanca estaba
empapada en sudor.
—La presión
del primer día —señalaba Carmen, apurando su copa—. Ya verás como no vuelve a
pasar.
Pero pasó.
De hecho, fue aún peor. El miedo y la sensación de ahogo empezaron incluso
antes de que el avión despegara. Y la siguiente vez gritó, aterrada, en cuanto
cerraron las puertas, lo que atemorizó al pasaje, retrasó el vuelo media hora e
hizo que su jefa le recomendara pedir la baja.
Desconsolada,
probó con relajantes, psicólogos e hipnosis. Nada funcionó. En tierra, volar
era lo que más deseaba, en cuanto ponía un pie en un avión de la compañía, el
aire se le escapaba, notaba hormigueos en los brazos y empezaba a sudar.
Pasó meses
deprimida, sintiéndose un fracaso. Poco a poco se hizo a la idea. Acabó dando
clases de inglés en una academia de idiomas y volviendo a echar currículums.
Incluso tomó algún vuelo para irse de vacaciones. Y el miedo no pasó de un
ligero nerviosismo.
Justo hacía
un año de aquel primer día fatídico cuando, una noche, se enteró por las
noticias del cierre cautelar de la compañía de bajo coste Non Tedium. Después de meses de incidentes menores e incluso alguna
denuncia, se había descubierto que el tapizado de los asientos de sus aviones
contenía una sustancia para repeler las manchas, que provocaba alergia en
personas hipersensibles. Causaba sensación de asfixia, hormigueos,
palpitaciones, sudores y temblores, síntomas muy similares y, a menudo,
confundidos con un ataque de pánico.