Peltre
Cuando lo vi por última vez me bajó la regla y eso que no estaba en mis días.
Llegó borracho y como siempre se sentó en la sala, se quitó los zapatos y gritó mi nombre con violencia para que le llevara la comida.
No recuerdo otra cosa que la combinación gourmet de pasta de tomate, carne molida y limpiador de pocetas, en esas ollas de peltre que mi madre me regaló cuando me casé con este troglodita.
Recordé la boda. Fue sencilla pero bonita. Me casé en la capilla de los Santos Desamparados, como si se tratase de un presagio de lo que me venía. Ese día me vestí de rojo, siempre fue mi sueño y el de blanco. Creo que era más puro que yo, pero más cerdo, cobarde, borracho y mal hombre que todos los que por mi vida pasaron y no fueron pocos, porque yo fui una puta.
Bueno, trabajé en un bar de esos donde las fichas respaldan tu salida del local con un cliente, si puta, hay cosas que no pueden adornarse.
Fumaba todas las noches marihuana. El humo me trasladaba a sitios hermosos lejos de los lugares asquerosos de este pueblo que quiero borrar de mi mente. Bebía poco y dormía menos. Siempre llevaba conmigo un hatillo donde guardaba unos zarcillos de mi abuela materna, vieja codiciosa que nunca me regaló nada, por eso se los robé, un pañuelo de Emilio José, el primer hombre que me pago una cena sin pedirme pruebas de nada y un libro de un soñador que contaba su vida tan perversa como la mía y al cual tituló Diario de una puta.
Pero como todas las mujeres cometí el peor error de mi vida, me enamoré como una pendeja y salí del negocio para esperar que otro me diera mientras engordaba y moría de mengua en una cocina. Mi cocina es bella, pero para quemarla con los cubiertos, los platos y las ollas de peltre que mi madre me regaló, no sé por qué me regaló esas ollas que odio y que son ahora el recipiente de mi elixir para mandar gente al más allá.
Gritó de nuevo y como siempre que bebía quería golpearme. Esta vez no lo confronté, solo le dije mi amor ya está lista tu comida favorita. El imbécil me golpeó de igual manera, pero fue la última vez que pudo levantar los brazos.
Tomó la cuchara más grande de la cocina y comenzó a engullir toda la salsa para la pasta. Yo, desde el piso, solo miraba como se le iba la vida cada segundo hasta que calló arrodillado y pidió agua.
Me levanté, sonreí para verlo agonizar mientras lavaba las ollas de peltre que mi madre me regaló, porque los regalos hay que cuidarlos.