PENSANDO EN TI
LA mayoría de los hombres se creen que nosotras, las mujeres, nos paseamos por la casa en liguero y sin bragas. Piensan que cuando nos duchamos nos restregamos la alcachofa de la ducha por los labios vaginales hasta que nos corremos, o que acabamos follando con el vecino que amablemente se ha ofrecido a arreglarnos la cisterna para que no gotee. Lo cierto es que el día que la lujuria llama a
nuestra puerta o no estamos depiladas, o tenemos la regla, o llevamos las bragas rotas. O mucho peor, sucias.
La noche que conocí a Roberto en una conocida discoteca madrileña, llevaba puesto un tanga de encaje rojo recién estrenado, una minifalda de muselina a juego, una blusa de franela negra y zapatos escarpín con empella también de color rojo. Recuerdo que cruzamos las miradas, nos sonreímos varias veces y tras presentarnos y compartir alcohol y besos, acabamos follando en los estrechos lavabos de aquel ensordecedor garito. Y mientras la gente aliviaba sus necesidades fisiológicas en los retretes contiguos yo, con las palmas de las manos apoyadas en los fríos azulejos, con
el tanga acariciándome los tobillos y la falda a la altura de la cintura, gemía de placer cada vez que mi partenaire me embestía con la fuerza incontrolable del deseo más lascivo. Un mes más tarde formalizamos nuestra relación y pasamos de follar dos veces por semana a hacerlo todos los días. Pensando en él tenía los orgasmos más salvajes y placenteros y en los sitios más insospechados: en la parada del autobús, en la consulta del médico o esperando en la caja del Carrefour. Un martes de un caluroso mes de julio descubrí que aquellos repentinos viajes al deseo más desenfrenado se debían a que yo era la protagonista de sus masturbaciones.
– Hoy he pensado en ti y me he pajeado en la ducha -, me susurró mientras me besaba en la nuca.
– ¿A eso de las dos de la tarde? -, le pregunté.
– Sí, ¿por qué?
– Por nada cariño, por nada.
Aquel era un preciado tesoro que debía de guardar en secreto y retirar cuanto antes del mercado para no sufrir la competencia desleal de otras de mi especie. Y no me refiero a las mujeres, sino a las
lobas. Fue por eso que tomé la drástica decisión de que nuestro noviazgo debía pasar al siguiente estadio lógico en una relación: el matrimonio. Un mes más tarde convertí a Roberto en mi marido con el único fin de que sus experiencias más húmedas me pertenecieran solamente a mí. Pero muy pronto me hizo saber que aunque ates a un hombre a los pies de tu cama, su imaginación es mucho más ancha y libertina que tu sexo. Lo descubrí el día que se excusó para ir al baño mientras toda la familia éramos testigos de cómo mi hermana se corría de gusto en el funeral de mi padre.