PRINCESA
Algún ruido en el exterior le rompió el placentero sueño, con un gran esfuerzo entreabrió los parpados, las grandes cortinas que cubrían los ventanales impedían que la luz del sol entrase en la habitación, o tal vez la luz solar todavía no resplandecía en el cielo. Se preguntó qué hora sería, pero la verdad es que le daba igual. Se arropó e intentó dormir de nuevo.
Cerró los ojos y dio una vuelta en la cama, y otra… y otra…, sus ojos se abrían aunque su cerebro deseaba dormir. Miró a su alrededor y se alegró de su suerte. Sonrió levemente y levantó la vista disfrutando del cabecero de su cama Isabelina ditada de caoba con soportes y largueros de haya y álamo. A su izquierda la cómoda a juego con sobre mármol blanco, sobre la cómoda un gran tapiz con motivos clásico/romántico de jóvenes romanos en un jardín, recordó cuando el Marqués de Winsley se lo regaló en uno de sus viajes. En la pared de enfrente un espejo cornucopia del s-XVII en madera policromada, y bajo el espejo un bargueño renacimiento italiano realizado en maderas nobles de palosanto, ébano y hueso en los frentes, grabados con motivos florales.
Cerró unos segundos los ojos y al abrirlos se quedó fijamente mirando su lámpara de araña de 8 brazos en bronce y latón que colgaba del techo en el centro de la amplia habitación. Aquella lámpara le gustaba especialmente porque fue el regalo de boda que recibió de su abuela Paulina. Recordó lo mucho que luchó su abuela con ella para que no se consumase la boda con el Conde Delafont. No era de su agrado, y los años le dieron totalmente la razón, el alcohol, el juego y las muchas mujeres acabaron con su matrimonio, no sin que antes sufriese la vergüenza de sentirse públicamente una mujer engañada.
Sin embargo y a pesar de los años Jaime Delafont seguía estando en su recuerdo, ¿cómo olvidar al hombre que tanto amó?, Jaime Delafont provenía de una dinastía de virreyes, su antepasado Gustavo Delafont Horcajo de Güemes fue nombrado por el rey Carlos IV virrey de Nueva España, fue un gran impulsor de la vida cultural mexicana, fundó escuelas para los indios y cátedras de enseñanza secundaria, creó cursos de Botánica y una Escuela de Minas. Jaime había heredado ese aire de gobernador, su voz nunca temblaba, su figura erguida, su serenidad, su presencia en todos los momentos de la vida. Nunca pudo olvidarlo, como nunca pudo olvidar aquel momento en el que su corazón quiso reventar cuando al entrar en la biblioteca vio a su marido tumbado sobre la joven Esperanza de Salcedo, desnudos, sudando y jadeando.
Sintió como se quedaba sin aire. No pudo gritar. No pudo llorar. Notó como la sangre le subía a la cabeza y le obstruía todos los conductos, no escuchó la voz de su marido mientras corría hacia la sala y hacia el recibidor que daba al jardín de la entrada, tropezó con algo y escuchó un ruido de porcelana sobre el mármol Blanco Macael; siguió corriendo parecía que nunca tendría fin, solo quería escapar de aquella vergüenza conocida por todos y disimulada por ella durante tantos años.
Se arropó y sus ojos descansaron, parecía que el sueño al final le vencería, quería dormir y olvidar aquella visión del pasado. Notó como el sueño le iba invadiendo con su cálida placidez, ligeramente sus labios formaron una leve sonrisa en su cara, los párpados se relajaron y los músculos faciales dejaron la tensión de los minutos anteriores. La habitación quedó en absoluto silencio, no se escuchaba ningún ruido que pudiese perturbar aquel cálido sopor que ya era un profundo sueño.
Una voz atronadora le aceleró el corazón, “Eh, princesa…!! vamos levantando el culo que van a ser las 8. Y ya te he dicho miles de veces que te busques otro cajero“. Casi de un salto se incorporó y quedó sentada. Necesitó de unos segundos para que aquel dolor de huesos que casi le impedía moverse, le permitiese levantarse del duro suelo. Se estiró con delicadeza, miró hacia la calle, el día no presagiaba nada bueno para ella, el cielo gris oscuro amenazaba lluvias y aquel frio húmedo que le había causado la artrosis reumática no era lo más adecuado para su ya dolorido cuerpo. Miró hacia el interior del banco y el director, con un gesto despectivo, le indicó que su tiempo había terminado y debía marchase cuanto antes del cajero. Entre el hatillo de ropa sucia y mal oliente que le servía de almohada, cogió un brik de vino casi acabado, dio un trago y lo tiró a una esquina de aquel habitáculo; lentamente y con gestos de dolor recogió el cartón que todas las noches le servía de colchón, se echó el abrigo raído por los hombros, abrió la pesada puerta y salió al exterior. Una ráfaga de aire frío la saludó, miró a uno y otro lado de la calle, por un instante dudó si girar a la derecha o a la izquierda, casi no tuvo tiempo de nada, pues un grupo de apresurados transeúntes la obligó a seguir su misma dirección. Con paso lento, pesado, cansino y doloroso, anduvo sin rumbo; un día más. Su figura se perdió entre las gentes.
Alguien entró al cajero, ajeno a aquella princesa que minutos antes había reinado allí.