Quince nombres para Manuel

Quince nombres para Manuel

Hay una corriente dentro de los nuevos
creyentes en la reencarnación, que dice que despertamos a nuestra nueva
conciencia amnésicos, porque al final de nuestros días, invariablemente
elegimos olvidar.

 

 

Cuando caí todavía era joven, tanto como para
aún saber lo que era el miedo. Nunca temí el fuego ciego de una bala, hasta
diría que me gustaba sentir la muerte zumbando. Pero la idea de una picana
conectada en los testículos, aún no sé por qué, me provocaba un temor
siniestro. Hubiera podido soportar que me arrancaran los dedos, que me
escarbaran debajo de las uñas, que me cortaran la lengua, que me cosieran los
ojos y hasta la muerte misma, pero no sé por qué, esa es tarea para
psicoanalistas, tal vez por el machismo que reinaba de chico en casa de mis
padres, la idea de que vejaran mi hombría, de cualquiera de las dos formas que
mi imaginación abarcaba, la posibilidad de la tortura, me provocaba un temor
pavoroso, tanto como para que se insinuara en mí el cobarde que a todos nos habita.
También me aterraba que la torturaran a ella. Preso, había escuchado versiones
de gente a la que le torturaban a la familia, a la madre, a la hermana. ¿Qué
necesidad de pasar por algo como eso? Así, para ser un hombre no se puede tener
familia, tanto como para ser libre, es necesario estar solo, aunque sea tan
sólo libertad para morir. De modo que en ese temor habíamos hecho un pacto, no
caer si era para levantarse, no caer de otra forma que no implicara la muerte.
Claro que hubiera sido bueno saberlo, haberlo visto venir. Un día en la calle
una mujer me pidió fuego. No me llamó la atención que no usara mi nombre de
pila, el real, sino el alias que casi nadie conocía. Cuando me di vuelta,
embelesado en las fantásticas posibilidades detrás de esa dulce voz, había dos
milicos, uno metralleta en mano, el otro con una sonrisa en el rostro que ya no
se me borra, un rictus perverso de nazi de película yanqui. Nunca el partido
nazi tomaría en sus filas a un ser como ese. A su lado, todos los villanos
parecían pequeños y tristes hombrezuelos civilizados, fanáticos religiosos,
creyentes fervorosos enceguecidos por cosas que se escapaban a su comprensión.

Ya preso nunca me tocaron un pelo. Me tiraron
en una celda mugrosa y oscura. No sé cuánto tiempo estuve ahí antes de saber
cuál iba a ser mi destino. Sólo rondaba mi cabeza la confusa e ingenua idea de
morir con honra. De día, me comunicaba con el de la celda de al lado con
golpecitos en la pared. Durante la noche, si agudizaba bien mi oído y calculaba
mi voz, nuestros susurros se filtraban por una pequeña grieta entre dos
ladrillos del muro. Le pregunté cómo se llamaba. Proféticamente, dijo Manuel.
Me reí durante tres días seguidos. No sé bien, ahora, qué fue lo que me causó
tanta gracia en ese momento. Sí sé que no me habían tocado, porque ellos sabían
lo que yo sabía.

El de al lado decía que ya no sentía dolor, que
eso era algo que ya no importaba, que lo único relevante era ese último tiempo
antes de la muerte. Yo lo escuchaba y procuraba convencerme, pero por más que
intentaba no lograba sacarme el miedo a que me torturaran, o a que lo hicieran
con ella para no tocarme a mí.

Fueron concisos acerca de lo que querían. Había
un alias que se usaba entre otros tantos, que era Manuel. Había quine, veinte,
veinticinco, cincuenta Manueles, todos eran Manueles, o Alfredos, Adolfos o
Felipes. Ellos no sabían bien cuál era cuál. Estaban abarrotados de informes
cruzados y su propia ineptitud, su incoherencia analfabeta, los hacía perderse
en innumerable cantidad de papeles que llegaban desde todos los departamentos y
desde los países fronterizos. En cada pueblo y cada ciudad había quince,
veinte, veinticinco alias, nunca sabían cuál correspondía a los que iban
cayendo, por lo que desconocían cuántos aún estaban libres. Lo que querían de
mí, era que les diera quince nombres para Manuel, que le pusiera una cara a
cada uno de esos fantasmas. Me dijeron que casi todos estaban muertos, que
habían ocurrido grandes redadas en las últimas semanas, que ya estaban todos
presos o muertos, que en realidad era lo mismo. Dijeron que sólo esperaban de
mí no que fuera un delator, sino que demostrara una especie de fe ciega que
confirmara mi humillación, mi derrota, que no podía yo con la muerte, con mi
propia muerte, arrebatarles lo que ya era de ellos, lo que ya me habían robado
para siempre. Me dieron tiempo para decidirme, ahora yo sé que lo hicieron
porque sabían que no había nada por decidir. Yo lo consulté con el de la celda
de al lado. Él dijo que la naturaleza comete con nosotros errores a diario,
pero que para compensar algunos de ellos, nos hizo a todos diferentes. Cada
cual tiene que tomar sus propias decisiones, nadie puede decidir por otro. Cada
cual sabe cuál es su verdad. Había comenzado a perder la razón, decía frases a
lo loco. Todo rico es un ladrón. La peor mentira es la verdad. La única verdad
que vale es la que se paga con sangre. Después de todo, los hombres no podemos
ser tan sólo eso, lo que se dice de nosotros, o lo que decimos de nosotros
mismos. Al final hay algo más, un destino oculto. Mi compañero decía, yo nací
para morir acá adentro. Por eso aguantaba estoico todo lo que le hacían. Por
eso no abrió la boca hasta el último estertor, hasta el último grito que fue
como uno de guerra, aunque era de despedida. Comúnmente construimos fantasmas
enjaulados en torres de cristal, reyes inexpugnables en castillos eternos. Sólo
nosotros sabemos la verdad, sólo nosotros sabemos realmente quiénes somos. Sólo
yo sabía lo que podía dar, hasta donde podía ir, la pronunciación correcta de
cada uno de esos quince nombres.

Así fue que creí salvar mi hombría, salvarme de
la tan temida tortura. Me dejaron en la frontera junto a ella. Lo único que nos
dieron fue el dinero suficiente como para no volver, como para que no pasara
por mi cabeza ni siquiera una vaga idea, un deseo por ese descampado
fronterizo, por ese tugurio de bagalleros, para que siguiera hacia el este o
hacia el norte, para que me fuera, a cualquier lugar menos a uno. Así me fui,
pensando que me escapaba, creyendo que podía empezar de nuevo, que había
eludido a la tortura, que un nombre nuevo podría hacer a un hombre nuevo. De
todas formas perdí mi hombría. También perdí su amor. Al fin y al cabo, hace
veinte años que no nos podemos ver la cara El sexo nunca fue lo mismo. Nunca
más cogimos al aire libre, a las escondidas, como si fuera un pecado, pensando
que por el simple hecho de estar gozando podían pegarnos un tiro. Después de
eso nunca fue lo mismo. Yo sabía que Manuel podía ser cualquiera, que había
miles de Manueles, cientos de miles, millones. Manuel, podía hasta no ser una
persona, podía ser un pensamiento, podía ser un acto, podía ser un grito, una
pedrada, un vidrio roto, un clandestino grafiti. Manuel era todo. Yo sólo les
di quince nombres. Yo sólo les puse quince caras a esos nombres, quince caras a
Manuel. Pensé que con esto me escapaba, que podía eludir a la peor tortura.
Ahora sé que el tiempo me alcanza; que la maldición adquiere su cualidad cuando
nadie la incumple.  

 

 

 

 

 




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