REINO PERDIDO
Vivían en una chacra a escasos cinco quilómetros de la ciudad.
Habían llegado en la década del cuarenta, procedentes de un lejano y pequeño reino del este europeo, que ya no existe.
Karl, príncipe heredero y Ana Sophía, su mujer, tuvieron que abandonar precipitadamente el Palacio Real, por causa de la guerra y disfrazados de labriegos, caminar hasta el Puerto. El rey Adolf y la reina Margarette, padres de Karl se habían exiliado en Finlandia, país al que ellos no quisieron ir. Al llegar a la explanada portuaria notaron que los tres grandes bultos que habían preparado, estaban esperando para ser cargados. Hubo que dejar el Palacio y salir con lo mas necesario. Treinta y dos días navegando para poder llegar a estas tierras, donde los esperaba otro idioma, otra cultura, otras costumbres, otra religión, otro clima. Al llegar, lo primero que hicieron fue dirigirse a la Embajada que les habían indicado, donde fueron muy bien recibidos y después de una serie de preguntas les dijeron que, por intermedio del Instituto Nacional de Colonización, les habían conseguido una chacrita con casa-habitación. Un chofer de la Embajada los iba a llevar hasta el Instituto para levantar a un funcionario y la llave para que pudieran quedarse. En cuanto al equipaje la Embajada se encargaría de hacérselo llegar, en dos o tres días.
Los llevaron a la chacra, entraron a la casa, muy linda pero vacía, se pusieron a las ordenes y se fueron. Solos en aquella inmensidad. Sólo cielo y tierra. Y silencio. El campo era eso; el Palacio era otra cosa, bien distinta.
Cruzaron a una casa que vieron enfrente –la única en todo el entorno- y golpearon las manos.. Karl había hecho un curso acelerado de Español y además se había comprado un diccionario. Después que un perro viejo pegó tres desganados ladridos, apareció una pareja mayor de edad. “Buen día -dijo Karl-, nosotros dos ser nuevos vecinos. Yo querer saber donde comprar leche, pan y frutas, por favor. “Bienvenidos sean. Soy Antonio y Laura,
mi mujer. Desde ya estamos a las ordenes como vecinos. Cualquier cosa que necesiten o problema que surja, no duden en acercarse, que trataremos de solucionárselos.” “Mire amigo, continuó Antonio, aquí vivimos en pleno campo y por lo tanto no hay almacén, ni frutería ni nada. Por esta noche les voy a dar una jarra con leche, dos galletas de campaña y cuatro mandarinas; es lo que tengo. En cuanto a los víveres, le
aconsejó a la joven pareja extranjera, que hicieran una lista de lo que necesitaban y que se la alcanzaran, que al día siguiente, alrededor de las
diez tenía que ir en la camioneta a la ciudad para traer un surtido de almacén y ya traería el de ellos. Al preguntarles Antonio si tenían donde dormir, ya que la casa estaba vacía, le contestaron que no, porque todo está en los bultos que nos van a traer de la Embajada. Les voy a cruzar dos camas de una plaza con colchón, dijo Antonio, que son de Eva y Daniel, nuestros hijos, que se fueron a seguir sus estudios en la Capital y están radicados allá en el Hogar Estudiantil. Este fin de semana vinieron de visita y ahora volverán dentro de quince días, Así que no se preocupen por las camas, yo se las presto y cuando solucionen este problema, me las devuelven. ¿De acuerdo?
Cruzaron contentos con la leche, las galletas y las naranjas. Se ocuparon el resto de la tarde en desempacar las únicas valijas que trajeron consigo. Al comenzar con esta tarea se dieron cuenta que tenían que dejar todo en el suelo, pues no tenían ningún mueble. Estaban en esas cavilaciones, cuando oyeron voces y ruido del portón; al asomarse vieron a la pareja de vecinos que traían una cama. Se aproximó Karl a salir y les indicó por donde dejarla, yéndose con ellos para ayudarles a traer la otra.
Sentándose frente a frente, uno en cada cama, comenzaron a hacer una lista de comestibles y otra de muebles, artefactos y utensilios. Habían logrado sacar las reservas del Palacio y con eso alcanzaba y sobraba para las compras que tenían que hacer, a los efectos de instalarse cómodamente en la casa.
En la ciudad compraron todo y además una camioneta. Una vez por semana iban a hacer compras y el resto de los días lo pasaban ocupados en atender las tareas agrícolas y ganaderas, puesto que habían adquirido ocho vacas lecheras, además de gallinas, patos y gansos. De noche, al salir al frente y ver que la oscuridad total era quebrada únicamente por la luz de la casa del único vecino, Don Antonio, la pareja comprendía lo solos que estaban. Y ahí, en esa soledad, brotaba la nostalgia, evocando ambos los días vividos en el Reino. Ana Sophía recordaba las veladas con conciertos de
piano, viola o violín, a los que bajaba por la amplia escalera vestida con ropas principescas y alhajas de oro y brillantes. Los valses de Strauss y las
tertulias de te en la terraza del Palacio. Todo pasó. Ahora la realidad es otra, comentaban, buscando en un fuerte abrazo y suaves caricias, mitigar los recuerdos del pasado.
Poco a poco se fueron adaptando, alegrándose con el progreso obtenido con la explotación de la tierra y con los animales que eran una fuente importante de ingresos.
La guerra en Europa terminó. Karl y Ana Sophía nunca mas volvieron a su Palacio y cumplidos varios años de vivir en
Uruguay, el hijo y la hija, nacidos en esta Tierra, estudiaron y salieron de la Facultad con sus respectivos títulos. Conversaban mucho con los vecinos, contándoles como había sido la niñez y la juventud en ese Reino perdido, del cual le mostraban varios álbumes de fotos que guardaban como un tesoro.
Un día cruzaron Laura y Antonio para comunicarles que el próximo fin de semana irían a la ciudad para la fiesta de los quince de una sobrina, por lo que se atrevían a pedirle que si notaba algo extraño en su casa, estuviera alerta y llamara a la Policía, de ser necesario.
Ese sábado, cerca de las dos de la mañana, Karl fue sorprendido por un ruido que lo despertó. Su esposa, como todas las noches, había tomado su sedante y podía descarrilar un tren frente a la puerta que no se despertaba. Se puso los pantalones y un saco, tomó la linterna y el revólver y salió al patio. Alcanzó a ver movimientos de personas al costado del galpón, distante unos quince metros de la casa y hacia allí se dirigió. En la mitad del trayecto sintió un fuerte golpe en la cabeza y cayó tendido boca abajo.
Como en un sueño le parecía oír conversaciones: “sacale el arma y vamos…tenemos tres bolsas y una caja para cargar …ahora vamos a la casa y vos andá a buscar el bidón de nafta y el encendedor”. Después no oyó mas nada y se vio entrando al Palacio escoltado por la Guardia Real
Una camioneta que parte velozmente y las llamaradas que envuelven la casa forman parte de un dantesco espectáculo.
El domingo, al pasar por la chacra, un auto de la Policía se detuvo. Los uniformados bajaron y constataron la muerte del matrimonio. Ella quemada y él por aplastamiento de cráneo, a consecuencia de un golpe dado con un hierro encontrado al lado del cadáver.
Vinieron los hijos al sepelio de sus padres, arrendaron la chacra y se quedaron a vivir en la Capital, donde trabajaban, después de haberse recibido. Meses mas tarde, la muchacha conoció a un ingeniero malayo, se casó y se radicaron en Kuala-Lumpur.
El hijo consiguió una beca para un post-grado en Londres, por un año, ocasión que sería aprovechada para encontrar el viejo Reino donde nacieron sus padres y el Palacio, si es que aún estaba en pie. El único documento que tenía era un sobre con una dirección de Tallínn, capital de Estonia y una foto de sus padres tomada frente al Palacio. Todos los álbumes de fotos, documentación, correspondencia, libros y tarjetas se los devoraron las llamas.
Con mucha fe, hizo las valijas y partió rumbo a Londres.