Retrato de soledad
Roberto llegó al cuartel en el otoño del 84, en medio de otro grupo a los que yo instruía en aquella época. El corte de pelo reglamentario y el tosco uniforme verde trivializaron las diferencias que tenía con el resto de reclutas. Venía de un pueblo de Toledo, dijo, del que nunca hasta entonces había salido; trabajaba de mecánico y tenía novia, en eso resumía su historia.
Colgó en la parte interior de su taquilla el retrato de una joven vestida de domingo. Tenía la chica melena negra y una sonrisa forzada: no conseguía esconder tras ella la profecía de una separación larga. Él la miraba con añoranza cada vez que abría el armarito metálico para sacar o meter algo y también me di cuenta de que, en ocasiones, cuando las tareas dejaban espacios muertos, lo abría con el único propósito de mirarla.
—Se llama Laura —dijo el día que me descubrió observándolo. Pasó los dedos por el papel con una caricia de reconocimiento y acabó la presentación al quedarse perdido en los recuerdos que le inspiraba, o en los deseos que lo poseían.
Los reclutas, a los que el recelo a aquel destierro transitorio que suponía el servicio militar igualaba en una suerte de bestias de corral, encontraban consuelo en la hermandad. Gritaban siempre como si con ello espantaran los fantasmas del desarraigo y, con una frecuencia milimétrica y persistente, afianzaban su identidad exhibiendo el orgullo por la tierra de la que venían. Roberto, sin dejar de ser miembro de aquel grupo de jóvenes ruidosos y fanfarrones, mostraba con ellos unas diferencias claras. Pensé que si no gritaba para hacerse notar, como lo hacía el resto, era por timidez. Pero concluí que la integración en el grupo era para él solamente una respuesta inconsciente a la necesidad física de no estar solo. Eran muchos los que colgaban fotos en la puerta de su taquilla. Empapelaban esos espacios con imágenes de hermanos, madres, amigos y novias. Aunque solo Roberto acudía a su altar, a ver la foto, con una reiteración beata y le hablaba a la imagen impresa en un bisbiseo, como si rezara.
—Estudia para enfermera—dijo otro día que me pilló en lo que parecía ser mi entretenimiento último: mirarlo. Iniciamos en ese momento una charla trivial, de presentación, que se fue alargando por todos los ratos libres que teníamos y también en las noches largas de insomnio. Me habló, con una generosidad que no le hubiera reconocido, de sus cosas, de su gente, y un poco menos de Laura. La mantenía a ella rodeada de un halo de misterio que asemejaba un intento de preservar la intimidad que solo les pertenecía a ellos.
Fueron pasando los meses y, como yo buscaba su compañía constantemente, fui testigo de los cientos de besos que le dio al papel y de aquellas caricias a la imagen impresa que tenían la suavidad del joven que dibuja por primera vez un seno cálido con la yema de los dedos.
El año que duraba aquel servicio se iba agotando. Nacía la impaciencia en Roberto y en mí una especie de desasosiego. Era la misma cuenta atrás diferente cara de una moneda para cada uno de nosotros. Mis sonrisas fueron falsas desde que la despedida fue tan cercana que podía robar el aliento y yo buscaba su compañía con la misma avidez que el moribundo atesora el aire. El tiempo corrió sin asideros, cuesta abajo. Mi amigo se fue a los brazos de Laura, a dar los besos y las caricias que tanto había ensayado.
Yo, en un intento de remedar aquella magia que le vi durante meses, colgué en mi taquilla una foto de Roberto. Le sonreía cada vez que la miraba, en una muda evocación de cualquier recuerdo del tiempo que estuvimos juntos.
Vinieron nuevos reclutas que repitieron las mismas cosas. Volvieron las voces a rebotar en los techos y las fotos a colgar en las taquillas. Y en cada uno de sus gestos yo recordaba a Roberto, aquel que, aunque jamás se integró del todo, nunca estuvo solo. Yo, por más que traté de que no fuera así, nunca dejé de estarlo.