Tierra Sombra
Tierra Sombra
A mi querido tío, Febo
Juntos volveremos a bailar un tango en París
Distintos matices de verde conformaban un manto de forraje iluminado por los rayos de sol de una tarde de verano. A la lejanía en la llanura, se divisaba una casa abandonada de tonos cobrizos, levemente escondida entre los árboles robustos junto a un cercado. Este pintoresco escenario se perpetuaba sobre el lienzo de una de las tantas pinturas signadas por el reconocido artista Ismael Aicardi.
Aicardi vivía con su mujer en una casita cerca de la playa, donde acostumbraba a pasar sus tardes plasmando sobre un bastidor emblemáticos paisajes o constructivos.
Aquella casa reformada y mejorada por el artista, era una obra de arte en sí misma. La había comprado hacía ya más de cuarenta años por vintenes, pero a la fecha se había convertido en uno de los más valorados inmuebles de la zona. Cruzando una portera de cedro y rodeada de cercos, se abría un patio amplio en cuyo corazón se levantaba un roble que brindaba una sombra ideal para sentarse bajo sus hojas a leer un libro o tomar un café. El porche lucía ideal para el mismo fin. Allí, Aicardi y su mujer gozaban de recibir a sus visitas, sentándose todos en un sofá y butacas de madera maciza alrededor de la mesa ratona.
La puerta de roble y rejas coloniales le daban a la casa un toque particular y propio y el interior era acogedor y reconfortante. El artista había dejado su impronta impregnada en aquella casa y por eso, por mucho que estuviera alejada de la urbanización, le costaba tanto desprenderse de ella. En el frente de la misma, rezaba “Tierra sombra”, labrado sobre un tablón barnizado, enterrado en el césped. Aquel era el color predilecto del pintor, el que usaba un sinfín de veces para imitar las tonalidades de los troncos de los árboles y que estos en sus obras tuvieran veracidad y autenticidad.
La pintura había salvado la vida de Aicardi. Él siempre había sabido desde niño que su propósito en el mundo era el ser artista. Su madre siempre lo había alentado a que se dedicara a las bellas artes. Agradecía el hombre a Dios el no haber seguido por los caminos de la música, cuando su madre lo había inscripto en lecciones de piano, porque la vida le golpearía un duro revés cerca de sus cuarenta años de edad, al quedar completamente sordo tras una infección en el oído después de una meningitis. El hombre, en ese entonces, de mediana edad, tuvo que aprender a valerse por sí mismo acentuando sus otros sentidos, sacando fuerza de voluntad de nadie sabe dónde y acostumbrarse a leer los labios para comunicarse y a ser autónomo.
Tras un largo tiempo de enojo, frustraciones, angustia y desesperación, un día despertó convencido de su capacidad e inteligencia para salir adelante, consciente de su talento y de que tenía una familia a la que no podía abandonar.
Y retomó su pasión. Comenzó a pintar de nuevo.
Le empezó a ir bien. Pronto, sus exposiciones pasaron de ser nacionales a cruzar las fronteras, y así, llevó su obra a New York, Washington, New Jersey, Miami, Mendoza y Buenos Aires en Argentina, y hasta el mismísimo Vaticano adquirió una obra suya para la Santa Sede en Roma. Obtuvo incalculables premios, fue reconocido y homenajeado y poco a poco volvió a sentirse privilegiado a pesar de lo que le había sucedido.
-¿Por qué “Tierra Sombra”?-, pregunta su sobrina al llegar a la casa de Aicardi, tras ver la nueva nomenclatura junto a la portera.
-Mi hijo lo hizo para mí-, responde el artista, que entiende perfectamente lo que sus interlocutores dicen al leer sus labios-. Sabe que es mi color favorito de toda la paleta.
-¿Cuál es?-, pregunta entonces la muchacha.
El hombre acaricia la corteza áspera e irregular de su tan querido roble:
-Éste. ¿A qué no sabes los planes de tu tío para el fin de semana?
Su sobrina sonríe. Tienen una relación casi que de padre e hija y son muy parecidos. Cualquier buena nueva de su tío a ella le caerá bien.
-Fui invitado a una chacra por un amigo mío donde habrá gente muy importante. Parece ser que estará el mismísimo Director del Museo del Louvre.
Su sobrina abre los ojos de par en par:
-¿El Louvre, Louvre? ¿Estamos hablando del Louvre de Paris? ¿El que tiene la Monalisa?
Aicardi ríe:
-El mismo.
-Uau… ¿mira si terminas exponiendo en el Louvre? No te permito que vayas a Paris y no me lleves.
-¡Por supuesto! Vamos a tomar un café al Châteu de Versailles para celebrar.
Mientras se sentaban en el porche, el célebre pintor suspiró:
-Paris es mi lugar en el mundo. Es una ciudad tan rica en cultura, tan bella en todos sus ángulos. La arquitectura se impone, los locales te invitan a que entres, es una ciudad de luz, de arte… Sería un honor, un sueño hecho realidad llegar un día a exponer allí.
Su sobrina sonrió, conmovida:
-Estoy segura de que falta muy poco para eso.
Tal como fue su pronóstico, el fin de semana Aicardi tuvo la oportunidad de conocer e intercambiar unas palabras con el mismísimo Director del Louvre.
-Pocas veces conocí yo a un artista de su nivel, Ismael-, dijo el hombre, con transparente honestidad en su voz y semblante.
-Me complace escucharlo de usted-, respondió el aludido, con honor-, es una recompensa viniendo de alguien empapado en arte.
-Entonces le agradará lo que puedo proponerle. Invitamos a artistas de renombre de todas partes del mundo a una exposición colectiva que tendrá lugar en Le Carrousel du Louvre a mediados de octubre. Para nosotros sería un privilegio que su obra formara parte de la muestra. Nos enriquecería muchísimo que su nombre estuviera en el programa.
Aicardi sintió un regocijante vuelco en el corazón.
-Para mí sería un placer, Paris es de mis lugares favoritos en el mundo. Estoy más que agradecido por la oportunidad.
El Director del popular museo asintió gratificado con la aceptación a su propuesta del conmemorado artista y le estrechó la mano:
-Estamos en contacto. Tengo su tarjeta.
-Por supuesto nos comunicamos-, respondió Aicardi, rebosante de alegría.
Su mujer lo congratuló con un gran abrazo y un beso, orgullosa. Siempre lo apoyaba, alentaba y acompañaba en sus encrucijadas, y como casi cincuenta años de casados no es poco, sabía de sobra el logro que significaba para su esposo el que su obra fuera presentada en Paris.
Desde el legendario Puente de Alexander III que atraviesa el Río Sena desde los Champs –Élysées hasta Invalides, Ismael Aicardi contempla la soberanía de la resplandeciente Tour Eiffel, que poco a poco enciende sus luces tras el ocaso.
Recuerda la voz de su madre, que le decía de niño: “Naciste para llegar lejos, naciste para ser un artista” y sabe que donde sea, lo mira orgulloso.
Esa noche, en su amada Paris, en la ciudad de los enamorados colocando candados sobre el Pont des Arts, de artistas bohemios retratando los callejones de Montmartre, de cafecitos compartidos frente a la majestuosa Notre Dame y de turistas maravillados recorriendo Barrio Latino, Ismael Aicardi se siente pleno.
Su sobrina se acerca, le sonríe y lo toma del brazo.
-¿Bailamos un tango en Paris?-, le pregunta, entre risas.
Aicardi le devuelve la sonrisa. Su sobrina le ha dado una idea.
-Sí, pero aquí no.
La mujer de Aicardi graba video y toma la foto. El escenario es la Ópera Garnier. Tío y sobrina bailan un tango que ella tararea y él imagina en su cabeza. Quienes caminan apurados alrededor no detienen su paso. Los bailarines pasan casi desapercibidos. No todos reconocen a aquel hombre que sabe bailar sin música, que vive la vida en silencio pero que pinta de colores todo a su paso. Nadie sabe que hoy es el hombre más dichoso del mundo porque su obra viste los escaparates del Carrousel du Louvre, el museo donde la Monalisa de Da Vinci es admirada por los miles y miles de turistas que llegan a Paris para deleitarse.
Pocos lo ven al pasar, bailando loco de alegría, al que vive en una casita pintoresca de la playa, llamada “Tierra Sombra”, su color favorito, el mismo que tiñe las pinturas que hoy cuelgan en la ciudad de la luz. Pocos lo ven pero él… él se siente completo.
PAOLA MOREIRA VOLONTÉ