TIRANICIDIO
Le colocaron una venda en los ojos, y dispararon, pero las balas no produjeron el resultado previsto: todas fueron a impactar en el muro blanquecino sobre el que se apoyaba el condenado. Saltaron algunos desconchados que cayeron sobre la camisa de un aterrorizado convicto que esperaba los últimos minutos de su vida y de repente se encontró con trozos de cal sobre su cuerpo, vivo y sin una herida. Solamente alcanzó a escuchar levemente:
-sois unos inútiles, lo tengo que hacer yo todo por vosotros-
El pistoletazo del capitán puso punto final a esa doble pena de muerte. En ese instante y, como un solo hombre, los seis integrantes del pelotón se giraron hacia quien había realizado el disparo y sonó un estampido coral que impactó sobre el cuerpo del ejecutor que cayó desplomado junto a su víctima. La cara de sorpresa y de incredulidad era la inequívoca señal de despedida en un rostro desencajado por el dolor.
Depositaron las armas en el suelo y comenzaron a caminar en la misma dirección en la que estaba saliendo el Sol. Ninguno de ellos miró hacia atrás: simplemente tenían que escapar de una realidad que les podía complicar mucho la existencia.
Todo había comenzado unos meses atrás. La llegada del nuevo comandante de puesto al pequeño destacamento situado junto a la frontera, olvidado del mundo, y a enorme distancia de la última ciudad habitada, fue un gran acontecimiento. Llegó a caballo, su enorme figura destacaba sobre el animal que montaba, un pequeño rocín agotado y al borde del desfallecimiento.
El antiguo responsable se apresuró a salir a recibirlo cuando supo de su llegada. La conversación entre ambos fue tensa, corta y muy determinante. El nuevo comandante, simplemente, se limitó a exhibir las órdenes escritas del mando por las que le otorgaban la jefatura de la tropa.
Desde ese momento todo cambió para los soldados. La difícil situación cotidiana fue en aumento: las nuevas reglas eran mucho más duras, exigencias sobre el cumplimiento de las ordenanzas constantes, revisiones permanentes, para comprobar una y otra vez que todo estaba según la comandancia había ordenado. La tiranía se fue extendiendo y se convirtió en la forma de gobierno. Los nervios estaban a flor de piel, las disputas eran constantes, y las condiciones de vida al límite de lo que un ser humano puede soportar.
Pasó lo que tenía que pasar: comenzaron a manifestarse las expresiones de desafección hacia al mando. Pequeñas desobediencias fueron reprimidas con enorme dureza, los atisbos de rebelión fueron cortados de raíz y sus cabecillas severamente castigados.
El ambiente hostil fue creciendo hasta tal punto que una reacción airada de un soldado lo llevó directamente frente al pelotón de fusilamiento. Se trataba de un castigo injusto y desproporcionad. Un juicio sumarísimo, realizado a velocidad de vértigo, fue el desencadenante oficial del último destino del condenado a muerte. La constitución del pelotón de fusilamiento no resultó una tarea sencilla para el comandante, que se vio obligado a ejercer toda su autoridad para forzar a los soldados a participar en esa macabra representación.
El sol comenzaba a pegar fuerte sobre la cabeza de los seis soldados que avanzaban por la llanura. Ninguno de ellos se explicaba cómo se había producido un hecho tan impensable en un grupo de soldados veteranos. De manera absolutamente espontánea, sin premeditación, el pelotón en pleno apuntando y disparando sobre el tirano. Apenas cruzaban palabras entre ellos. Sabían que debían reservar fuerzas para el camino que les esperaba pero el mundo interior de cada uno galopaba a velocidad de vértigo.
Los recuerdos se mezclaban con la preocupación por el presente y el futuro inmediato. Habían cometido una locura, un acto muy grave. No les disculpaba lo que llevaban vivido durante los últimos meses: ofensas, abuso de autoridad y humillaciones constantes.
Un hecho determinante fue lo sucedido unos días antes, durante la partida de cartas en la que los actuales miembros del pelotón de fusilamiento habían coincidido casualmente. Combinados con los lances del juego tuvieron ocasión de compartir algunas de las ofensas proferidas por un tirano que humillaba constantemente a una tropa que tenía la obligación de obedecer ante sus caprichos más depravados. Cada uno tuvo ocasión de relatar, delante de todos, las veces que se había sentido humillado. Las formas despóticas e insultos, a costa de los pequeños defectos físicos, eran una constante para evidenciar quien era el que mandaba y que tenía patente de corso para utilizarla de la forma que le diera en gana. La vejación por la falta de conocimientos era otra de las afrentas preferidas en el trato cotidiano. Lo que peor llevaba, un grupo de jóvenes, era el castigo físico que habían recibido. Abusando de los galones no dudaba en asestar golpes como toda forma de comunicación. El sentimiento era unánime, la única forma de seguir soportando una vida tan dura consistía en la desaparición del tirano. Pero no resultaba sencillo. No obstante, la casualidad, los acontecimientos precipitados o quizá los designios de un ser superior los puso en condiciones de llevar a cabo sus deseos.
A pesar de todas las justificaciones que encontraban no tenían ninguna posibilidad. En cuanto dieran parte de lo ocurrido saldrían a por ellos, los capturarían, pasarían al otro lado del pelotón y esta vez seguro que no iban a fallar los disparos. El pasado también está presente en su imaginación, los recuerdos se agolpan de manera desordenada en este grupo de personas extremadamente heterogéneo que apenas tenía nada en común.
Uno de los primeros recuerdos de Abelardo viajaba hacia su más tierna infancia. Recordaba a su padre sobre el que cabalgaba él mismo, su madre los miraba y sonreía, qué lejos quedaba aquello. La escuela fue un auténtico tormento y no consiguió pasar de la enseñanza primaria. Un flash le vino a la mente sobre una adolescencia tortuosa trabajando como peón en la tahona del pueblo, todo el tiempo acarreando sacos de harina, haciendo interminables recorridos desde el molino hasta la ciudad. Es cierto que esa época de su vida pasó rápidamente y pronto tuvo ocasión de enrolarse en el ejército, muy joven. Nada más alcanzar la mayoría de edad, tomo la decisión, se lo dijo a sus padres; aprovecho una de las levas que habitualmente se realizaban cerca de su pueblo y pasó a formar parte de una institución de la que ahora escapaba de manera tan oprobiosa.
Gonzalo nunca sospechó que terminaría de esta manera tan absurda su carrera militar, es verdad que nunca había demostrado mucho espíritu castrense y que su entrada en el ejército estaba relacionada con un problema de faldas. Era la forma más sencilla de poner tierra de por medio y abandonar a la que había sido su novia, justo en el momento en el que le comunicó que tendrían un hijo muy pronto. Demasiada responsabilidad. La decisión estaba tomada. Sin consultar con nadie, en plena noche abandonó la que había sido su casa y se trasladó al edificio militar más próximo. Se auto postulo para entrar a formar parte de un cuerpo militar que siempre andaba ávido de sangre joven y fresca que pudiera compensar la que se perdía en las múltiples contiendas abiertas permanentemente. Muy pronto estaba realizando la instrucción junto a otros soldados. El caso de Felipe era muy distinto al de sus compañeros. Había “mamado” el estamento militar desde niño. Su primera imagen en el recuerdo era la bandera del país izada en el punto más alto del palo, ondeando al viento. Su vida siempre había estado ligada a la milicia, primero como hijo de uno de los sargentos alojados en las viviendas cuartel de los destacamentos en los que estuvo sirviendo su padre y más tarde por empleo propio. También sus primeras amistades procedían de hijos del cuerpo, con las peculiaridades de esa forma de vida entre nómada y servil. Estaba destinado a seguir en la milicia. Sus padres lo daban por hecho. Les hubiera gustado que optara al grado de sargento o incluso que llegara a oficial, pero muy pronto se dieron cuenta de sus limitaciones y decidieron animarle a entrar como tropa. Al menos un plato de sopa no le faltaría. Por ese motivo le dieron todas las facilidades y en cuanto cumplió la edad reglamentaria se alistó.
Le costaba recordar lo que había pasado en su vida más allá de los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas. Por un resquicio le vino a la mente una imagen femenina, era joven y muy guapa. Sin duda se trataba de su madre, Gregorio la recordaba enormemente cariñosa con él. Cuánto echaba de menos esos mimos. Seguramente el hecho de ser madre soltera había facilitado que los lazos se estrecharan mucho más de lo que es habitual entre madre e hijo. Con el tiempo el aspecto de su madre cambió, se fue deteriorando. No en vano había realizado un enorme esfuerzo para sacar adelante a su hijo y las consecuencias fueron apareciendo por medio de una vejez prematura que la llevó a la muerte con treinta y pocos años. Con catorce años, Gregorio, estaba condenado a vivir la última etapa de su niñez en un hospicio, del cual pudo salir, solamente, cuando se apuntó como voluntario en el ejército.
La adolescencia de Francisco, había trascurrido trabajando las tierras de labor, como habían hecho su padre, sus tíos y sus abuelos. Desde niño, su futuro estaba predeterminado. Ejercería de bracero en el campo para mantener a la familia que formaría en el futuro. Desgraciadamente, las cosas se complicaron en lo afectivo. Esperanza, la hija del capataz, y él, se ennoviaron y comenzaron a salir, pero esta relación nunca gozó de las bendiciones de su posible suegro que acabó amenazando a un tembloroso adolescente al que “invitó” a abandonar el pueblo si no quería vérselas con él. Sin recursos y con escasos conocimientos pocas soluciones le quedaban para afrontar el futuro si no era el ingreso en el ejército.
A diferencia de sus compañeros, Gaspar venía de tierras lejanas en las que se había complicado la existencia por su carácter pendenciero. Casi siempre había sabido sortear las consecuencias de sus actos. Pero en la última de las reyertas acabó con la vida de alguien importante. Su agresión supuso el fallecimiento de un tipo de familia acomodada. La única solución para esquivar la cárcel era poner tierra de por medio y buscar cobijo en una institución en la que se hacen pocas preguntas y siempre son bien recibidos aquellos que demuestran que son valientes y no le hacen ascos a asumir riesgos.
El subcomandante del puesto no entendía lo que le estaba diciendo el soldado que se atropellaba y apenas era capaz de articular palabras.
Unos minutos más tarde comprobó, con sus propios ojos, cómo el soldado no estaba mintiendo y la situación descrita era realmente sorprendente: dos cadáveres, los fusiles depositados sobre el suelo y ni rastro de los soldados que habían disparado. El capitán todavía sostenía sobre su mano derecha el revólver reglamentario.
.-Proceda a sepultar al condenado y al capitán que, sin duda, ha sufrido un percance al utilizar su arma reglamentaria y, desgraciadamente, ha fallecido.
El teniente decidió adoptar la decisión que le pareció más justa. Los últimos meses habían sido un infierno insostenible. El cuartel se había convertido en un polvorín con la mecha encendida y a punto de estallar. Por tanto, a pesar de la gravedad de los hechos y lo inaceptable de la decisión adoptada por el pelotón de fusilamiento, no tuvo más remedio que reconocer que era la única forma posible de seguir viviendo: eliminar la causa de todas las desdichas que innecesariamente se habían instalado en un escenario ya duro y difícil sin otro tipo de presiones, por tanto, preparó un escrito a la superioridad informando del lamentable accidente sufrido por el capitán. Igualmente informaba que en esas mismas fechas concedía licencia indefinida a seis soldados que ya habían cumplido con el periodo obligatorio de permanencia como tropa y que habían solicitado su baja en el ejército.
Magnífico
Los orígenes acompañan siempre como mochilas adheridas y condicionan demasiado