Tocado y hundido

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Tocado y hundido

Este relato está dedicado a Dashiell Hammett y la novela negra, género que adoro.
Pero sobre todo, es un pequeño y modesto homenaje a Humphrey Bogart, la estrella más brillante del cielo de Hollywood.
Llegué aquella mañana al despacho con una resaca espantosa. Cuando abrí los ojos y la luz del sol me provocó una jaqueca persistente supe que iba a ser un mal día.
Pero al ver al posible cliente esperando en la puerta, pensé que quizá había esperanza.
Se de un tipo bien vestido, con traje, corbata y gabardina de un buen sastre, nada de grandes almacenes, buenos zapatos y una colonia cuyo aroma había invadido todo el rellano.
–Buenos días Sr. Johnson, llevo una hora esperándole. Por su cara deduzco que ha sido una noche intensa.
A pesar de su tono suave, su cara permanecía congelada en un gesto de eterna impaciencia. Como si considerará su tiempo más valioso que el del resto y, por tanto, un minuto de espera era una ofensa hacia su persona.
–Lo siento Señor…?
–Calbin, Máx Calbin.
Me tendió la mano. En su dedo anular lucía un anillo que parecía perteneciente a algún tipo de Sociedad.
–Tiene razón, Sr Calbin, ha sido una noche bastante movidita.
Saqué la llave del bolsillo, mientras el me dirigía una mirada inquisidora.
–¿Puedo hacer algo por usted o me esperaba para hacerme notar los efectos devastadores de mis hábitos nocturnos?
Calbin sonrió de manera desagradable. Abrió su pitillera de oro y encendió un oloroso cigarrillo.
–Vengo a contratarle, Johnson, si no está usted demasiado ocupado acabando con las existencias de whisky de los antros de la ciudad.
Evité la tentación de decirle que estaba demasiado ocupado para tipos como él pero, había que pagar el alquiler y al mecenas lo tenía delante.
Obvié su respuesta.
–Pues da la casualidad que, en estos momentos, estoy libre como los pájaros. ¿En qué consiste el trabajo?. No doy palizas ni extorsiono.
–No sé preocupe, para eso ya tengo personal especializado y preparado. –Me miró con pena, como si mi físico delgado no le mereciera confianza–. Le necesito para otra cosa.
Con parsimonia me dirigí a la cafetera que Marta había dejado llena de café recién hecho.
Marta era un ángel que, a cambio de los pocos dólares que le pagaba, pasaba por la oficina a primera hora, la adecentaba y me preparaba aquel brebaje negro y fuerte que yo consumía a litros.
Me giré hacía el tipo y mostrándole la taza le interrogué con la mirada. Él me devolvió un gesto de asco que convirtió su cara en una máscara de desagrado.
Me serví un litro del sucedáneo de petróleo de la cafetera, esperaba que consiguiera espabilarme lo suficiente para poder escuchar al Señor Calbin y, a la vez, disimular el sentimiento de rechazo que su presencia me producía.
Me dejé caer pesadamente en la silla detrás del escritorio y le señalé al tipo la otra situada justo frente a mi.
Tomó asiento mirando con desconfianza la estabilidad del objeto.
–¿Podemos, por fin, hablar del motivo de mi visita? –Me preguntó con impaciencia.
–¡Por supuesto! Le escucho.
Introdujo la mano adornada por el curioso anillo en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una foto.
En ella aparecía un sujeto de cara delgada y pálida. Lucía un bigotito negro y muy fino. El pelo, cortado a cepillo y lustroso debido a una gruesa capa de brillantina, lo partía por la mitad una raya casi perfecta. Sus ojos pequeños y hundidos, se refugiaban tras los gruesos cristales de unas gafas de montura de carey.
El tipo parecía haber posado con una pistola apuntándolo. Tenía cara de pánico.
–Y, ¿quién es el ratón asustado?
–Ese enano traidor se llama Jeremías Parker. Trabajó para mi como contable. Siempre supe que no debía fiarme de su cara blanca y sus manos sudorosas y temblonas. Pero me habían hablado bien de él. Por lo visto era un genio de las finanzas. Me dijeron que si lo apretaba y le metía el miedo en el cuerpo, jamás sería capaz de traicionarme. No fue difícil. El primer día que le llamé a mi despacho, le lance un par de amenazas y le miré de cerca, se meo encima. De todas maneras, le envié un par de mis chicos para que le hicieran una visita “amistosa”.
No sé que pudieron prometerle o con que lo amenazaron los federales pero, han conseguido que acepte declarar contra mi.
Lié un cigarrillo despacio, para darme tiempo a buscar las palabras adecuadas que no provocaran que, mi aspirante a cliente, se viera tentado de enviarme a sus empleados cualificados para que me hicieran una cara nueva. A mis cuarenta y tantos le había cogido cariño a la que tenía.
–Por tanto, –dije con cautela mientras encendía el cigarrillo–, los federales tienen encerrado a nuestro pequeño topo bajo tierra para que nadie le encuentre.
El Señor Calbin me miró con desprecio.
–Sí, es usted un tipo listo. Siga.
–Imagino que su agradable y generosa visita es para proponerme que me salte la barrera electrificada que la fiscalía debe haber montado alrededor de su empleado abnegado. ¿Cierto?
–Lo que dije, es usted muy listo. Le pagaré bien Johnson. Usted no tiene que hacer nada, deme la dirección y yo me encargaré de que al ratón le coma la lengua el gato.
A él mismo le pareció muy divertida su broma y rió a carcajadas con la boca abierta, mostrando así algunos dientes de oro que me habían pasado desapercibidos.
A mi, en cambio, me pareció tan cómica como un pisotón en un callo.
–¿Y si declinara su amable y generosa propuesta?, –pregunté intentando imprimir a mi voz y mi expresión toda la amenaza de que era capaz en aquel momento. Ósea, ínfima.
El Señor Calbin se inclinó hacia delante, apoyándose en la mesa. Cuando me di cuenta tenía su jeta pegada a la mía.
Creo que estaba convencido de que esta técnica de persuasión era infalible. Y la verdad es que no se equivocaba.
Su cara, de un rojo brillante cómo precursor de una apoplejía, sus cejas blancas, pobladas y encrespadas hacia arriba, el brillo de sus dientes de oro y sus ojos pequeños, negros como el carbón y de mirada colérica, de lejos ya daban miedo pero, de tan cerca, era como mirar directamente al mismísimo Lucifer. En ese momento, yo también me pregunté como la Fiscalía había conseguido convencer al tipejo de la brillantina.
Mantuve a duras penas mi postura estoica, mientras él me explicaba con voz que apenas podía controlar la ira.
–Señor Johnson, ahora mismo está usted en posesión de una valiosa información. Como comprenderá, no puedo permitir que comparta mis planes con nadie, así que, me vería obligado a proporcionarle un nuevo alojamiento en el fondo de la bahía. Pero no se ponga triste porque, rápidamente tendría a un vecino a su lado para hacerle compañía. Claro que, si es usted tan inteligente como parece, aceptará mi propuesta y yo, en agradecimiento, seré muy generoso con usted.
Volvió a dejarse caer en su silla haciendo que, esta, produjera un crujido quejumbroso.
Después de tres intentos de tragar una saliva que no tenía, conseguí articular con un hilo de voz:
–¿Y quién me asegura que no me va a liquidar igual?
Sonrió. Me miró con pena y dijo:
–Nadie pero, no tiene muchas alternativas, ¿no le parece?
Siempre he sido un tipo práctico que no he podido presumir de héroe. He tenido la habilidad y la suerte de poder mantenerme a salvo, a pesar de todo. No era una opción negarse, así que, lo mejor sería seguirle la corriente y esperar la mejor ocasión para intentar escapar de aquella trampa lo más indemne posible. ¡Y no acabar en chirona, claro!
–Esta bien Señor Calbin, no me deja otra opción. Quiero un primer pago de mil pavos, un número de teléfono donde pueda llamarle que sea seguro y un coche con el que pueda escapar en caso necesario. Me pondré en contacto con usted en cuanto tenga algo.
Sin dudar saco de su cartera el fajo de billetes más abultado que había visto nunca y me tiro encima de la mesa diez de cien.
En el reverso de una de mis tarjetas de visita, que habían permanecido en el mismo lugar desde hacía quince años sin que nadie las tocara, apuntó un número de teléfono y una dirección.
–En ese número me podrá localizar a cualquier hora. La dirección es de una tienda de coches de mi propiedad. Diga que va de mi parte.
Agarré el dinero y la tarjeta y pensé que, si todo salía mal como era de esperar, aquella “pasta” sería mi pasaporte para Brasil y las playas de Ipanema.
Por fin, mi peligrosa visita, hizo intención de irse.
Una vez en la puerta se giró por última vez.
–Dentro de dos días espero noticias suyas. Ni uno más o recibirá una visita que no olvidará.
Y salió dejando el olor de su colonia como postrer signo de amenaza.
Durante diez minutos no me moví intentando recuperar el ánimo.
Después, abrí el último cajón de mi escritorio, saqué una botella de wiski y, de un trago, me bebí la mitad. Luego levanté el auricular del teléfono y, todavía con manos temblorosas, llamé a mi amigo Mike O’Connor, sargento de la metropolitana.
–¡Sí! –Contestó con impaciencia. Era un tipo que presumía de estar siempre de mal humor.
–Mike, soy Bob Johnson. Necesito un favor. En una hora en el local de Spike.
Gruñó asistiendo y colgó.
Mientras llegaba el momento de mi cita, me acerqué a la tienda de coches.
Uno de los vendedores se me acercó con pocas ganas pero, cuando le dije que me había enviado el Señor Calbin, se deshizo en amabilidad y me ofreció elegir cualquier coche que quisiera.
Escogí un Cadillac ElDorado de color negro. No era discreto precisamente pero no tenía intención de pasar desapercibido. ¡Y no pude evitar la tentación!.
Cuando llegué al local de Spike, mi amigo el sargento ya estaba allí. Era el típico escocés, grande y cuadrado, con una mata de pelo rojo y la cara llena de pecas.
Me miró con sus ojos verdes, fríos y me lanzó la pregunta como un insulto.
–¿Y bien? Te aconsejo que sea lo suficientemente importante como para hacerme salir de casa en mi día de fiesta.
Miré a Spike, un tipo de color que aún era más grande que Mike, y asentí con la cabeza. Él me colocó delante un vaso y una botella.
–¿Conoces a alguien llamado Calbin? Un pez gordo.
Me miró sorprendido.
–¿Calbin el enterrador?
Se lo describí brevemente.
–¡Caramba chico! ¿Qué has hecho para codearte con lo más granado de los bajos fondos?
Le hice un resumen pormenorizado de mi visita de esa mañana. Él se quedó pensativo por un momento. Luego me miró con pena.
–Calbin es el mafioso más buscado del momento. Los federales llevan siglos intentando pillarlo de alguna manera. La bahía está sembrada de los cadáveres de los miembros de su banda que alguna vez tuvieron la tentación de traicionarlo.
–¿Y ese tal Parker?
Mike se rio atronando todo el local.
–Eso fue un golpe de suerte. Por lo visto perdió la cabeza por una prostituta. La chica se vio implicada en el asesinato de un cliente. Le asestó tres puñaladas para robarle. La fiscalía le ha propuesto un indulto para ella y una nueva identidad para los dos si declara contra su jefe.
Me quedé a cuadros.
–¡Sí, ya. Y yo soy el rey de la belleza!
El sargento volvió ha hacer gala del poderío de su voz y de su dentadura perfecta.
–Porque me haces reír, que si no…
Dejó su amenaza en el aire y se puso serio.
–Ya sabes que los de la fiscalía son todos unos hijos de mala madre. En cuanto tengan lo que quieren el pequeño y su prostituta se volverán a ver dentro de cuarenta años, cuando a ella le den la provisional.
Entonces me miró con pena, como quien se despide de un cadáver, y me preguntó.
–¿Qué demonios vas ha hacer, rey de la belleza?
Permanecí un rato en silencio, intentando ordenar lo máximo posible la propuesta que quería que Mike trasladara a sus superiores.
–Necesito que hables con tus jefes. Tengo un plan que, creo, que nos va a beneficiar a todos.
A la mañana siguiente, a las ocho en punto, estaba sentado mirando la cara rubicunda del comisario Santoro. Su familia era oriunda de Nápoles. Su padre, carabinieri, luchó contra la camorra hasta que fue asesinado. Su madre, junto con sus cinco hijos y los abuelos, emigró a Norteamérica. Inevitablemente, Francesco Santoro acabó siendo “poli”.
Era de estatura baja pero, tenía una constitución tan fuerte que parecía que en cualquier momento iba a estallar la americana que vestía. Gozaba de un espeso pelo negro que llevaba muy corto y sus pequeños ojos azules, heredados de algún antepasado del norte de Italia, destacaban en su cara curtida.
En aquel momento me miraba con absoluta desconfianza.
–Johnson, no acabo de ver muy claro su plan. Creo que, al final, usted y Parker acabarán “fiambres” y ese tipo Calbin se ira de rositas.
–¡Demonios, comisario, tiene usted el sentido del humor de un enterrador! –Le dije reprimiendo un escalofrío.
Soy consciente de que mi plan tiene algunas lagunas…
–No sea optimista, no tiene lagunas, ¡es el condenado lago Michigan!
–¡Pues no tengo más opciones!, –me lamenté.
Él me miró condescendiente.
–Sí, mire por donde, en eso es en lo único que tiene razón. De todas maneras, si por absurdo funcionase, sería endiabladamente bueno. ¡Me encantaría ver las caras de estúpidos que se les iba a quedar a esos estirados de la fiscalía!.
–Sin hablar de la reputación que se iba a ganar esta comisaría. –Dije, intentando granjearme su simpatía.
Asintió perdido en su sueño de medalla y prestigio. No hay como ofrecerse uno en sacrificio a favor del medrar de otro para ganarse su apoyo momentáneo.
Una vez montado el dispositivo, me dispuse a llamar al Señor Calbin.
Dio dos tonos y fui consciente de la precipitación con la que descolgaron. De inmediato oí la voz impaciente del mafioso al otro lado de la línea.
–¿Johnson?, –preguntó.
–Sí.
–¡Vaya. No imaginaba que fuera usted tan eficaz!. ¿En qué agujero se esconde el gusano?.
–Escuche atentamente porque no lo voy a repetir. Tengo un contacto en los federales. Es un “buen poli” acuciado por las deudas de juego. Por una módica cantidad, para tranquilizar a los prestamistas, a accedido a darme la dirección. Pero pone una condición.
–¡Lo que sea! Dígame.
–Es básico para él que solo sepan de esto usted, él y yo. Exige que ninguno de sus “empleados” esté en el ajo.
–Pero, eso significa que tengo que ir yo en persona a liquidarlo. Se quedó en silencio un momento. Luego sus carcajadas inundaron la línea. –¡Me encantará ver la cara de pánico del gusano mientras lo aplasto con el tacón de mi zapato!
–Bien. Apunte.
–No, de eso nada. Acaba usted de convertirse en mi guardaespaldas. Me acompañará y así me aseguraré de que, después, no tenga la tentación de ser un buen ciudadano y me traicione.
–Como quiera.
–Apunte la dirección de mi casa y pase a buscarme en una hora.
Colgué y me giré a mirar a Mike y Santoro.
–¿Me pueden explicar cómo, un tipo tan estúpido, ha conseguido llegar a capo de la mafia?
Mike hizo una mueca que quería ser una sonrisa.
–Es sanguinario y sin escrúpulos. No necesita ser inteligente.
A partir de ahí los acontecimientos se precipitaron.
Recogí a Calbin, que parecía un niño que iba de excursión, y nos dirigimos a la casa que la metropolitana había preparado para la ocasión.
Los hombres de Santoro, vestidos de paisano, hacían guardia armados con ametralladoras como si fueran federales.
En un aparente descuido de uno de los guardias, penetramos en el edificio que permanecía en penumbra.
En un sillón, de espaldas a la puerta, distinguimos la silueta de alguien sentado ante la chimenea apagada.
A Calbin pareció poseerle el mismísimo demonio. Más rojo de lo habitual, sudando como un cerdo, sacó el revólver y le dio un tirón al sillón, girándolo de golpe, y gritando:
–¡Asqueroso gusano, te voy a enviar al infierno!
Pero, cuando la presunta víctima, quedó de cara a él, se encontró con la boca del cañón de la pistola y la sonrisa de Mike.
La cara del asesino no tenía desperdicio. Primero la ira fue sustituida por el estupor. Su color pasó del púrpura al blanco en un segundo. Inmediatamente volvió al púrpura cuando se giró para mirarme y escupirme:
–¡Traidor hijo de mala madre. Te voy a aplastar la cabeza hasta que se te salgan los sesos!
Pero el sargento ya le había quitado el arma, le había puesto las esposas y lo arrastraba hacia el coche patrulla.
Ascendieron a Santoro. Lo intentaron con Mike pero él prefirió seguir en su puesto. Decía que era más divertido.
Parker declaró y desapareció. Sin su prostituta claro, esta permaneció en la carcel hasta cumplir su condena.
Calbin fue juzgado por extorsión, juego ilegal, contrabando… e intento de asesinato. Lo sentenciaron a treinta años.
Al final del juicio, repartió amenazas a diestro y siniestro.
Yo, después de ser testigo en dicho juicio, agarré mis mil pavos y me largué de la ciudad lo más lejos que pude.
Ahora vivo en una bonita finca en Méjico.
Y no me arrepiento de nada.




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