Trilogía de un 23 de marzo 1.Ana
Trilogía de un 23 de marzo 1. Ana
04:07. De repente el club entero se quedó a oscuras. Los clientes, entre quince y veinte, soltaron una exclamación al unísono y un murmullo se extendió por el local mientras sus ojos se acostumbraban a la tenue luz de las velas, la única iluminación que alumbraba la escena, aparte de las bombillitas del sistema de emergencia, más de la mitad de las cuales estaban fundidas. El piano, que había dejado de sonar, volvió a hacerlo acallando los murmullos. La clientela aplaudió la iniciativa de la pianista, una mujer que portaba un elegante vestido negro que contrastaba con su pálida piel. Sus manos, de largos y delgados dedos, terminaban en unas cuidadas uñas pintadas de esmalte de color negro y volaban sobre el teclado del piano. Había elegido tocar una alegre melodía y llevaba el ritmo con la cabeza, haciendo que su negra y rizada melena se moviera al compás. Era joven, tendría algo menos de treinta años, y su nombre era Ana.
Pasados cuarenta minutos desde el apagón el dueño del club, al ver que no volvía la luz, y sin poder preguntar a la compañía cuando lo haría, decidió comunicar a los clientes que iba a cerrar antes. Cuando todos se hubieron marchado, Ana, el dueño y los dos camareros decidieron tomar una copa mientras llegaba el taxi de ella, que pasaba a recogerla cada día al terminar su trabajo, a las seis de la mañana.
Se cambió de ropa y cuando salió a la calle esta estaba completamente a oscuras si no se tenían en cuenta los faros de algunos de los coches que embotellaban la calzada. Sonaban algunas bocinas de forma dispersa, la prueba segura de que el problema había empezado hacía rato.
Cuando Ana vio lo que sucedía pensó en acercarse a la avenida que había unas travesías más allá, para ver si podía encontrar una forma de llegar a su casa. Se despidió de sus compañeros y empezó a andar. La avenida se había convertido en un inmenso río de vehículos pero lo sorprendente era el silencio reinante. Los motores estaban parados y únicamente se oían las conversaciones de algunos corros de conductores que comentaban la situación. Preguntó a algunos que pasaba pero sabían lo mismo que ella.
A medida que paseaba la mañana se fue abriendo paso. Llevaba tiempo sin ver el sol, sin verlo de verdad. Calculó que ya eran varios meses y durante ese tiempo su existencia se había reducido a levantarse para comer, pasar la tarde dando clases de piano en una academia para, tras cenar, marcharse al club a seguir tocando para otros y volver a su casa, ya amaneciendo, para dormir. Con la llegada del nuevo día y ya pasada su hora habitual de acostarse, se sintió viva como hacía mucho que no lo hacía y se sintió emocionada ante esa sensación,
. Necesitaba un cambio. Tomó la decisión de disfrutar del día; tenía la impresión de que iba a ser especial y no únicamente para ella.
Sacudió la cabeza para espantar fantasmas y permitió que sus sentidos tomaran el control de la insólita situación. Se notaba liviana como una pluma, y como tal se dejaba llevar siguiendo primero un sonido, después un aroma…, tal vez fue al revés, Se dejó acariciar por el sol, su calor invadía no solo su cuerpo, si no que sentía como su espíritu se descongelaba gota a gota,
Y así fue como, vagando por calles, plazas y parques, llegó a la playa. Se descalzó y tras guardarse los calcetines en un bolsillo empezó a caminar hacia la orilla sobre la cálida arena. Al llegar se quedó de pie, muy quieta, y dejó que el agua le mojara los pies, sintiendo como las olas arrastraban la arena hacia el mar y ella se iba hundiendo milímetro a milímetro. Cuando sus dedos ya estaban completamente enterrados los dobló y estiró varias veces, jugando, hasta que el agua los dejo totalmente limpios. Ana retrocedió unos metros caminando de espaldas y se dejó caer sobre la arena seca, cruzó las piernas y cerró los ojos. Entonces empezó a mover las manos sobre un imaginario piano, tocando una bella melodía silenciosa para todos salvo para ella.
Cuando llevaba así unos minutos oyó un ruido tras ella. Era el sonido de una cámara fotográfica al ser disparada. Se giró algo molesta justo a tiempo de ver como el fotógrafo bajaba el aparato de su rostro y comprobaba si la foto había salido bien en la parte trasera de su cámara. Era un hombre de más o menos su misma edad, con el pelo y los ojos castaños. Llevaba gafas y vestía tejanos gris oscuro y una sencilla camiseta en otro tono de gris. Mientras le observaba él levantó los ojos, mirándola por encima de las gafas. La imagen la hizo sonreír disipando su enojo y le saludó con la mano, sonriendo. Él le devolvió el saludo, sonriendo también y dándose la vuelta siguió su cacería fotográfica. Mientras se alejaba Ana se giró para mirarle tres o cuatro veces. Si él volvió su cabeza para mirarla a ella…, no lo supo y posiblemente no lo sabría jamás.
Pasada una hora se levantó y siguió su camino a casa. Llegó sobre las ocho, justo cuando el sol se escondía y se sintió cansada. Entonces cayó en la cuenta de que llevaba más de treinta horas sin dormir. Se acostó deseando que la corriente no volviera nunca. Mientras la invadía el sueño le vino a la mente la imagen del fotógrafo mirándola y, sonriendo, se quedó dormida.
Se despertó sobresaltada y vio que eran casi las tres. Llegaba tarde al club. Al ver que nadie había telefoneado, supuso que no habría abierto esa noche. Todos esos pensamientos la desvelaron y sabiendo que le costaría volver a conciliar el sueño debido a que a esa hora siempre estaba despierta, decidió levantarse de la cama.
La noche es calurosa y sale al balcón para fumarse un cigarrillo. Vestida con tan solo un camisón negro de seda siente como el suave viento lo ciñe a su piel.
Ella fuma tranquila, calada tras calada. Entonces tiene la corazonada de sentirse observada y mira a su alrededor, buscando, en el momento en que una ráfaga de viento hace que el cabello le cubra el rostro. Con un movimiento de cabeza provoca que ese mismo viento le eche la melena hacia atrás, llevándose la corazonada con él.
Sonríe mientras apoya los codos en la barandilla y, con los ojos cerrados, apoya su barbilla sobre las manos. Entonces da la última calada al cigarrillo y tras exhalar el humo se mete en su habitación. Va a cerrar las cortinas de su habitación cuando un resplandor en el edificio de enfrente hace que se quede inmóvil, observando. Tras un par de minutos decide que tal vez otro pitillo le ayude a pasar las horas de insomnio que todavía le quedan por delante.