Trilogía de un 23 de marzo 2.Click

Trilogía de un 23 de marzo 2.Click

Trilogía
de un 23 de marzo                                    2. Click

“06:13. Me desperté sobresaltado. A pesar de que el balcón de la habitación estaba cerrado oía las bocinas de los coches. Al mirar la hora en el móvil me sorprendió que hubiera tanto jaleo en la calle. Me fastidió porque aún faltaban casi dos horas para que sonara el despertador y el día ya iba a ser bastante largo. Al encender la luz vi que no había corriente en casa, así que me levanté a tientas y me acerqué al balcón para ver el porqué de tanto ruido. Abrí las puertas y el estridente sonido de las bocinas invadió toda la habitación junto con una bocanada de aire caliente. La primavera llevaba oficialmente en vigor tan solo dos días, pero la temperatura era inusualmente cálida.”

Así empezaba una de las historias que mi abuelo Daniel me había contado tantas veces antes de irme a dormir. Me recuerdo a mí mismo, de niño, pidiéndole un cuento cuando, ya acostado en la cama, venía a darme el beso de buenas noches y recuerdo también su voz grave diciéndome –Está bien Hugo, pero uno cortito que mañana hay cole-.

Ahora él había muerto y mirando entre sus cosas había aparecido el cuaderno donde escribía sus cuentos. Allí estaban todos, “La cometa roja”, que trataba de una niña que sin poder correr fue capaz de hacer volar una cometa, aunque no había viento, o “Blanco y negro”, en la que contaba cómo conoció a la abuela, hacía ya tantos años, en otra noche en la que una vez más el calor le había desvelado. Bueno, les había desvelado a ambos.

Debido a un fatal accidente habían sido ellos, mis abuelos, los que se habían ocupado de mí desde muy pequeño y ahora que los dos se habían ido con tan solo unos meses de diferencia les añoraba como jamás pensé que echaría de menos a nadie.

Observando las tapas rojas del cuaderno, leí un rótulo en negro que decía “Cuentos e Historias para Hugo”, y caí en la cuenta de que nunca le había visto escribir nada parecido. Siempre pensé que esas historias las tenía dentro de su cabeza, inventadas o reales. Lo cierto es que allí tenía los pensamientos de toda una vida y gracias a aquel inesperado regalo podría volver a “escucharlos” siempre que quisiera.

Volví a abrirlo y seguí leyendo aquella historia, mi favorita, aquella que, ahora lo sabía, llevaba por título “Click”…

“Cuando salí a la calle ya había amanecido, todas las calles estaban colapsadas por coches atascados y parecía que por fin los conductores se habían cansado de hacer sonar sus bocinas. El cielo aparecía limpio de nubes, el sol trepaba por el horizonte y, por una vez, incluso se podía escuchar el canto de los pájaros en las plazas de la ciudad.

Decidí caminar hasta mi estudio fotográfico, me sentaría bien el paseo.

Al ver a la policía en una esquina les pregunté qué pasaba y me dijeron que sobre las cuatro de la madrugada una sobrecarga había provocado un apagón general y que desde entonces se intentaba restablecer el suministro.

Sin trenes ni metro, sin semáforos, el colapso circulatorio fue la primera consecuencia. Casi nadie pudo llegar a su trabajo y los que lo hicieron, sin electricidad, poco pudieron hacer allí. Click.

La segunda consecuencia que se hizo palpable es que, de alguna forma, las antenas repetidoras dejaron de emitir su señal. Los teléfonos e internet dejaron de funcionar. Se podían ver grupos de personas mirando con estupor sus móviles. Click.

El asombro al ver que habían caído las comunicaciones fue sustituido por una sensación de libertad. Esa constituyó la tercera consecuencia. Las pocas discusiones que surgieron fueron aplacadas por el sentido común; al fin y al cabo todos estaban en la misma situación. Click.

A medida que iba caminando cada vez veía a más personas charlando amigablemente entre sí.
Algunos habían decidido irse a casa con sus familias, otros aprovechar el día paseando por la, por una vez, tranquila ciudad. La gente, sin prisas, se presentaba amable, se sonreían unos a otros. Click.

Al atravesar una plaza el ruido de los motores había sido sustituido por el de un pequeño grupo de músicos que con sus melodías provocaban que la gente cantara y bailara, alegre, en parejas o grupos, nadie parecía encontrarse triste o solo. Click.

Mientras tanto grupos de niños y niñas jugaban sobre el césped del parque y ningún adulto les decía que estaba prohibido pisarlo. Sus padres charlaban animados sentados también sobre el verde tapiz, desayunando felices. Click.

Cruzando el puente sobre el río vi a un hombre que ataba algo a la barandilla de hierro mientras silbaba contento, pero en lugar del típico candado, ataba su corbata. Al fijarme mejor observé la gran cantidad de tiras multicolores que pendían de la balaustrada. Click.

Cuando por fin llegué a la playa, esta estaba llena de hombres y mujeres de todas las edades. Había quién paseaba por la orilla con los pantalones remangados hasta las rodillas, salpicando como chiquillos a cuantos se cruzaban con ellos. Click. Unos estaban tendidos con los ojos cerrados aprovechando el primer sol de la primavera, ¿quién sabe si soñaban? Click. Otros se encontraban sentados, con un libro en su regazo o simplemente abrazaban sus rodillas mirando al vasto horizonte. Click.

A algunos me acerqué, tras otros corrí, muchos me alcanzaron y a todos les pedí su mejor sonrisa.
Ninguno, de Abigail a Zacarías, de Aarón a Zoraida se negó, click, click, click.

Salté, canté, paseé, baile, reí con ellos, porque eran yo, porque todos éramos uno.

Cuando volví a casa eran las nueve de la noche y el sol hacía rato que se había ido a dormir. Pasé las fotos al ordenador y las miré rápidamente una tras otra, como siempre hacía por la noche tras un día de trabajo. Hubo una que me llamó la atención sobre las demás.

En la playa, junto a la orilla, había fotografiado a una muchacha sentada de espaldas mirando al mar.
Estaba tocando en un piano imaginario una melodía que tan solo sonaba en su cabeza. Vestía tejanos negros y una blusa blanca, su piel era pálida y sus blancos dedos terminaban en un cuidado esmalte negro. Tenía el cabello negro y rizado, ondulante al viento.

Al oír el disparo de la cámara se había vuelto y riendo escondida tras sus gafas de sol me había saludado con la mano. Tras esa foto y sin cruzar ni una sola palabra ella había vuelto a contemplar el mar y yo había seguido cámara en ristre fotografiando el maravilloso día.

Mientras me alejaba me giré para mirarla tres o cuatro veces. Si ella volvió su cabeza para mirarme a mí…, no lo sé y posiblemente no lo sepa jamás.

Sobre las once de la noche volvió la luz y supe que la magia de ese día se desvanecía. Decidí escribir estas líneas y me puse a ello mientras la luz se fue y volvió varias veces. Al final, en un momento en que no había luz, ya pasada la una de la mañana, decidí acostarme e intentar dormir. Recuerdo que mi último pensamiento fue para la muchacha de la playa y en cuanto me gustaría que apareciera en mis sueños. Quizá mañana también sería un buen día para pasear por la playa”.

Así terminaba la historia que mi abuelo me había explicado tantas veces de niño y, aunque él siempre me dijo que toda era verdad, ahora que ya era adulto pensaba que estaba muy adornada. ¿Cómo un apagón iba a provocar todo aquello? No me cabía en la cabeza. Después de haber pasado casi veinte años desde que la había escuchado por última vez, pensé en buscar en internet que había sucedido realmente ese día, hacía casi sesenta años.

Dejé el cuaderno en la caja donde lo había encontrado y vi que entre los libros que contenía asomaba un sobre. Curioso, me agaché a cogerlo. Era grueso y al sacar su contenido vi un montón de fotografías antiguas. En una se veía a un hombre que estaba atando su corbata al puente viejo del río. En otra a un grupo de gente que cantaba en la antigua plaza. Las iba mirando rápidamente. Niños jugando en el césped, grupos de personas riendo, celebrando. Todas parecían ser de aquel día.

Cuando solo faltaban media docena para acabar de verlas y empezaba a desesperar, apareció.

Al girar la foto de la muchacha mis ojos se llenaron de lágrimas. Mi abuelo Daniel había escrito detrás: “Primera foto de Ana (aunque todavía no lo sabíamos) 23 de marzo de 2017.”




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