Trilogía de un 23 de marzo 3.Blanco y negro
Trilogía de un 23 de marzo 3. Blanco y negro
00:33. Daniel se despertó empapado en sudor. Miró la hora en su radio reloj y los dígitos parpadeantes le devolvieron una hora imposible, ya que se había ido a la cama pasada la una. Entonces recordó el día anterior y los sucesivos apagones. No sabía cuánto habían durado las idas y venidas del suministro eléctrico pero al parecer hacía poco más de media hora que la luz había vuelto por última vez.
Solo los destellos del aparato iluminaban la habitación. Fuera, la calle todavía estaba en tinieblas y únicamente la luna alumbraba la noche. Al parecer la electricidad iba volviendo poco a poco, algo nada extraño ya que el apagón había sido monumental.
Aunque en un principio pensó en ponerlo en hora había decidido que lo haría por la mañana. Tras el intenso día estaba cansado pero, aun siendo jueves por la noche, pensó que sería agradable despertarse esa mañana de viernes sin tener ni idea de la hora que sería y sin ninguna prisa. Por primera vez en semanas no tenía nada que hacer al día siguiente.
Sin embargo, los dichosos numeritos rojos, con su incesante y rítmico baile, habían logrado su propósito, desvelarle. Tenía los ojos cerrados pero la intermitente luz se filtraba a través de sus párpados impidiéndole conciliar el sueño. Encima, la noche era calurosa y con el apagón el aparato del aire acondicionado se había desprogramado. La temperatura era alta en su cuarto y pensó que ya tenía algo que hacer al día siguiente; comprar pilas para el mando del cacharro de marras.
El calor le había obligado a abrir los ventanales del balcón y cualquier leve sonido le molestaba, un gato maullando a lo lejos o el taconeo de algún trasnochador transeúnte. Se sentía irritado, sabía que era absurdo pero no lo podía evitar.
Así transcurrían los pensamientos de Daniel en la sofocante noche.
Cuando llevaba lo que le parecieron horas revolviéndose en la cama, se levantó para refrescarse. Una ducha y un par de cigarrillos eran el remedio que había funcionado en otras ocasiones y esperaba que ahora también fuera así. Al volver a su habitación se dirigió al balcón con la cajetilla en la mano pero justo un metro antes de llegar un leve soplo de brisa abrió las cortinas, y entonces la vio.
En el edificio de enfrente, a su mismo nivel, había una mujer apoyada sobre la balaustrada de piedra blanca de su terraza.
Alegrándose de la oscuridad reinante sale al balcón. Ve que solo la blanca luz de la luna baña el edificio de enfrente. Él, amparándose en las negras sombras que cubren el suyo decide no encender su cigarrillo para poder admirar la hermosa imagen de su desconocida compañera sin perturbar el halo de serenidad que la envuelve en la madrugada.
Ella está fumando. Él observa sus piernas, sus brazos; su piel es extremadamente blanca.
Debido al calor y a creerse a salvo de miradas indiscretas, tan solo viste un camisón negro hasta las rodillas que la brisa ciñe a su cuerpo. La prenda contrasta con las blancas cortinas que ondean suavemente tras ella.
Ella se lleva el cigarrillo a los labios. Él ve su cara iluminada por el leve resplandor, no necesita más.
Observa el brillo de sus negras pupilas sobre el blanco de sus ojos, ojos que parecen mirar muy lejos, absortos en un punto del infinito.
Otra calada, otra oportunidad.
A pesar de la hora tiene los labios pintados de un intenso color negro, su rostro es pálido y queda enmarcado por una negra cabellera rizada que la adorna y acaricia sus hombros.
De repente ella mira hacia Daniel, siguiendo una intuición
Él, sabiéndose invisible en la noche, la observa impune.
Ella fuma. Él mira.
Una ráfaga de aire mueve su cabello, ocultándole el rostro. Mueve la cabeza con elegancia y el mismo viento le despeja la cara, una leve sonrisa aflora a sus labios. Sus ojos están cerrados.
Fuma. Mira.
De ella solo sabe que es pianista.
Con la cara apoyada en sus manos, estas pasarían casi desapercibidas si no fuera por el cuidado esmalte negro en que acaban sus finos dedos. Y por su movimiento.
Fantasea con esas manos volando como veloces y ágiles golondrinas sobre el teclado del piano, blanco sobre negro, negro sobre blanco.
Daniel cierra los ojos y graba la escena en su mente. Cuando los abre ella ha desaparecido, tan solo queda flotando una leve nube de humo testigo de su presencia.
Mirando al cielo ve que la luna se ha ocultado tras una nube y la bóveda celeste está completamente negra, tan solo salpicada por multitud de puntitos blancos y lejanos.
Suspirando enciende su cigarrillo y momentáneamente cegado por el resplandor no ve la mano que sujeta la cortina del balcón de enfrente, una mano que pasaría casi desapercibida sobre la blanca cortina si no fuera por el cuidado esmalte negro en que acaban sus finos dedos.
Ella mira. Él fuma.
Lleva puestos unos pantalones cortos, de color gris.
Otra calada. Otra oportunidad.
El cigarrillo se refleja duplicado sobre los cristales de sus gafas.
Fuma. Mira.
De él solo sabe que es fotógrafo.
Pasados un par de minutos ella decide encenderse otro cigarrillo.
Ellos miran. Ellos fuman. Ellos sonríen.
Ambos piensan que su insomnio en blanco y negro tal vez merece sueños de colores.
Puede que mañana sea un buen día para eso, al fin y al cabo no tienen nada que hacer.