Últimas palabras
No me considero una persona demasiado afortunada. Nunca conocí a mi padre. Mi madre tuvo que esforzarse el doble para que yo no notara su ausencia, aún así, sobre los siete años le pregunté por él. No sé qué me hizo acordarme de él o más bien notar su ausencia. Lo que recuerdo es la mirada de tristeza de mi madre al intentar explicármelo. Desde ese día decidí no volver a nombrarlo.
Mi madre cayó enferma cuando yo tenía 18 años, fue un cáncer fulminante, se lo detectaron y a los tres meses ya estaba al borde de la muerte. Dejé mis estudios para cuidarla el poco tiempo de vida que le quedaba, me partía el corazón verla consumirse como una vela. Cuando ya estaba al borde de la muerte, me pidió que la arreglara, me negué a darle un espejo, yo mismo la peiné y maquillé como recordaba que ella lo hacía. Aún resuenan en mi mente sus últimas palabras: “No estás solo” Pero se equivocaba, sí estaba sólo, jamás me había sentido tan vulnerable.
Busqué trabajo en lo que fuera, necesitaba poder pagar deudas. Casi todo lo que encontraba eran trabajos en hostelería para fines de semana y festivos. Ahora estaba en una pizzería desde por la tarde hasta el cierre ya de madrugada.
Conseguí reunir algo de dinero para escaparme una par de días. Me habría gustado elegir un destino exótico o algún país caribeño pero no me llegó más que para un albergue en una zona montañosa. Miré los comentarios que había sobre mi hospedaje en internet, curiosamente había pasado de ser un lugar muy recomendado hacía pocos meses, a un sitio sin apenas opiniones. Una decía: “lugar variopinto rodeado de naturaleza y bien cuidado” A mí me bastó con eso.
Llegué ya de noche, empezaba a llover. Me presenté medio empapado en recepción. Allí me atendió Rebeca, la dueña junto con su pareja, era un matrimonio argentino. Ambos rozaban los sesenta años, pero parecían más jóvenes. Me pareció verle cara de preocupación mientras me atendía.
Me acerqué a mi bungaló y me tumbé en la cama sin la más mínima intención de deshacer la maleta. Cogí el mando del televisor, no iba. Le di unos golpecitos al lugar donde van las pilas, seguía sin funcionar. Decidí de mala gana acercarme a la recepción, aún no era muy tarde, esperaba ver a alguien despierto.
Recorrí el pequeño sendero que me conducía hasta allí. Al volver de la siguiente cabaña estaba la recepción. Desde allí escuché un ruido metálico, como de sartenes cayendo, di un respingo y de forma automática aceleré el paso. Cuando llegué me encontré agachado a Ernesto, recogía varios utensilios de cocina.
– Cada vez estoy más torpe, dijo con una sonrisa forzada.
Yo le devolví la sonrisa.
– Me alegro de encontrar a alguien despierto. Tengo un problema con mi mando.
Se empeñó en acompañarme hasta mi cabaña, una vez allí le cambió las pilas al mando y volvió a funcionar. Nos dimos las buenas noches.
Apenas había conseguido dormir. Tuve una pesadilla en la que estaba en mitad de la montaña rodeado de niebla que me impedía ver con claridad. Vislumbraba la silueta de una mujer pero no lograba alcanzarla, para mis adentros sabía que era mi madre a la que echaba de menos a pesar de haber pasado ya dos años desde que murió.
Acababa de amanecer y ya no aguantaba un minuto más acostado. Me fui a desayunar. Me desorienté y di un rodeo para llegar al saloncito habilitado para el desayuno. A unos pocos metros antes de llegar volví a oír un ruido escandaloso como de platos y vasos rompiéndose. “vaya, pensé, creo que necesitan descansar más que yo” Cuando entré dispuesto a echarles una mano, me encontré con que no había nadie. Medio perplejo me giré a avisarles cuando me di de bruces con Rebeca. Ambos nos dirigimos al saloncito.
Toda la vajilla de una pequeña platera estaba en el suelo completamente rota. Rebeca se acercó y tomó entre sus manos un recipiente para mate de vidrio que yacía entre los demás y se echó a llorar. Me dispuse a ayudarla a recoger los pedazos rotos, ella se mantuvo en silencio recogiendo al igual que yo. Una vez que terminamos, se ofreció a hacerme un café y tostadas por “las molestias”, ya que, textualmente, “no le quedaba ningún recipiente para hacer mate”
Yo me sentía tenso no sabía qué decir pero no hizo falta, ella tras el primer sorbo de su café comenzó a contarme: “Hace un par de meses que pasa esto, se rompen cosas sin motivo aparente, desaparecen utensilios de cualquier parte de mi casa, incluso he llegado a encontrarme en una cabaña una silla sobre la cama estando vacía…” No encontraba una explicación lógica a lo sucedido, lo que estaba claro es que no podían continuar así…Estaban perdiendo clientes.
Tras escucharla me mantuve en silencio durante unos segundos, después le hablé de la manera más serena y con el tono más serio que pude encontrar:
-Creo poder ayudarte, no es la primera vez que veo una situación así. Si me das tu confianza hoy mismo podrás librarte de esta situación tan molesta.
Rebeca enarcó las cejas y me miró primero incrédula pero luego juntó sus manos apretándolas con fuerza y me dijo que sí, que podía hacer lo que creyera oportuno.
Les pedí permiso a ambos para volver a la salita en donde se había roto la vajilla ya que, según me comentaron, era el lugar en donde sucedían más situaciones extrañas. Les pedí que me dejaran entrar solo y que bajo ningún concepto abrieran la puerta antes de que yo se lo indicara. Prometieron cumplirlo.
Respiré hondamente mientras cruzaba el umbral de la puerta y la cerraron tras de mí. Miré a mi alrededor y creí conveniente situarme al fondo del cuarto desde ahí lo controlaba todo. Me senté con las piernas cruzadas y cerré los ojos. En ese preciso instante comencé a escuchar pasos que cruzaban hasta donde me encontraba pero no quise mirar aún…
Había dos pequeñas ventanas, desde una de ellas noté la presencia de alguien, miré de soslayo y me encontré con la mirada de Ernesto, se había subido a algún sitio para poder mirar. Le advertí con un gesto que se marchara. En ese momento una bandeja metálica que había sobre una pequeña mesa se alzó en vuelo y cayó al suelo no sin antes golpear el alfeizar de la ventana. Desde fuera oí los gritos del hombre.
Se oyó como si todo el cuarto se abriera por la mitad. Se sucedieron golpes, estruendos y hasta alaridos que hicieron que nadie más quisiera asomarse a ver lo que pasaba.
Cuando por fin salí, algo despeinado y exhausto, ya había llegado casi todos los que se alojaban allí. Me hicieron un pasillo.
Me dirigí sin mediar palabra a Rebeca y Ernesto, les indiqué con disimulo que me acompañaran hasta su casa. Una vez allí les expliqué que mi incursión había sido un éxito, que no iban a tener que volver a preocuparse más y que lo sucedido hoy era el último episodio de fenómenos extraños que iban a presenciar en su vida.
Rebeca me abrazó con fuerza mientras que Ernesto me miraba incrédulo.
No hace falta decir que no tuve que pagar nada por mi estancia que se alargó un día más durante el cual pudieron comprobar que ya no sucedía nada fuera de lo normal. Se empeñaron en darme un dinero por “los servicios” que acepté con fingido malestar.
Al tercer día recogí mis cosas y me despedí de ellos. Me monté en el coche sin saber muy bien a dónde ir. Me paré frente a una bifurcación. Miré el retrovisor, ¿a dónde vamos esta vez, mamá? Desde el espejo retrovisor una mano blanquecina y huesuda me indicó el camino. Realmente ya no estaba solo, nunca más…