Vincent y yo
A través de la última carta que recibí de su
parte meses atrás, Vincent me hizo saber de su afición por visitar muy a menudo
la ciudad de Arles, al sur de Francia; decía que encontraba en ella parajes
inspiradores para su arte, el paisaje era pues imprescindible para dicha
construcción artística y me lo hizo saber, de tal modo que me fue imposible
negarme a su pedido; quería él que yo, un humilde fotógrafo que trabaja como
reportero gráfico en un periódico local, fuera a ver con mis propios ojos
aquello que lo dominaba de ese lugar, un constante aroma que el mismo expresaba
como “el último suspiro de un universo extinto”.
La dirección que me dio no fue nada fácil de
encontrar, pues, aunque Vincent había estado viviendo allá durante los últimos
años, al parecer no salía muy seguido, y sus indicaciones no eran digamos muy
precisas. Al llegar cerca de su piso franco llamé a la puerta sin obtener
respuesta, y tras veinte minutos esperando, decidí ir a un café que también me
había recomendado, era el “sans espoir” y estaba justo en frente de su
casa.
Serían las siete y treinta de la noche cuando
entré al café; la sensación de luz me encegueció enseguida, cuatro lámparas en
el techo iluminaban de manera exagerada el lugar que además tenía las paredes
rojas, pero no un rojo carmesí elegante, era un rojo que brillaba con las luces
como si hubiese sido pintado con sangre pura. Las mesas están llenas a pesar de
ser martes. Un hombre vestido de blanco me recibió mi abrigo y me invitó a
tomar una mesa, pedí un martini seco mientras analizaba los cuadros que
colgaban de la pared de este particular sitio. El primer cuadro estaba justo
sobre mí, por lo que debí inclinarme hasta dejar la silla sosteniéndome en dos
patas para poder verlo bien, con mi cámara enfoqué una imagen que me pareció
extraña, ese cuadro repetía muchas veces una imagen de una mujer vestida de
negro frente a un espejo, decenas de veces hasta perderse su forma, tomé una
foto sin pedir permiso, al parecer no había problema con ello así que seguí en
busca de más imágenes que nutrieran mi viaje de algo. Vi sobre la barra un reloj
que daba las doce y diez, dañado supongo y puesto sobre un marco negro que daba
hasta el techo verde, que no había notado aún por la sensación escabrosa de sus
paredes. Muy inusual combinación pensé mientras revisaba los pliegues del
suelo, de madera vieja color caoba, construido con retazos de palos
inservibles, una mesa de billar dispareja en todo el centro del café; pensaría
uno que es un éxito, pero está llena de polvo y parece que hace años no juegan
en ella. La lámpara más grande cuelga justo sobre la mesa desplegando una
sombra rectangular perfecta, tomé otra foto para analizar luego el por qué una
mesa dispareja puede generar en el suelo una sombra precisa. Llegó mi trago y
me senté al lado de la mesa y de dos hombres que se miraban sin hablar, ahora
que lo pienso no habían hablado desde que entre, es más, nadie había emitido
sonido alguno desde que entré, solo el cantinero vestido como empleado de un
matadero.
Los hombres de la mesa contigua estaban
recostados con un brazo apoyado en la mesa y sus cabezas caían sobre el brazo,
en posiciones similares, como dormidos, pero no estaban dormidos. Impresionaba
sobre todo su extrema quietud. Tomé mi trago, pagué la cuenta y salí a ver si
por fin podría encontrar a Vincent. Golpeé en la puerta nuevamente sin obtener
respuesta; una mano tocó mi espalda y salté por la sorpresa, al girar mi rostro
me encuentro con el cantinero quien me dice que a quien busco, le respondo que
a Vincent el artista que vive en ese piso, él me dice que hace varios meses
nadie vive ahí, que alguna vez vivió un hombre perturbado que pintaba cuadros
extraños que nadie entendía, que se paraba horas enteras con un cuaderno para
bocetos en frente del café y dentro del café, pasaba horas sin consumir más que
un Martini seco. Era un hombre extraño, prosiguió su relato con una sonrisa
socarrona, decía que le quería poco pues no daba propinas, y que la gente del
pueblo no lo entendía, mucho menos el cantinero que continuaba sonriendo
descaradamente.
Me invitó a pasar de nuevo al café, me dijo que
no debía pagar nada, que me quería invitar un trago, un Martini seco por los
viejos tiempos; aunque no entendí, acepté seguir al cantinero, entré de nuevo
al café y me sentí un poco triste, por no poder encontrar a Vincent; fui de
nuevo a ver la pintura que me había causado afección pero ya aquella mujer no
estaba, solo era mi reflejo, un hombre reflejado en un espejo decenas de veces,
con un pañolón que me cubría la mitad de mi cabeza, mi cámara ya no estaba,
tenía solamente un cuaderno para bocetos y un lápiz. Que singular escena ver
mis zapatos y encontrarlos viejos y roídos y mis manos llenas de pintura.