LA ELEGIDA DE ISIS
Llevaba incontables cosechas dedicada a su más profunda pasión. Se esforzaba todos los días de su vida, cediéndose en cuerpo y alma a esa música que sonaba en su interior. Su mayor pena era él. Su amor no conseguía materializarse. Parecía que los dioses la sometían a una dura prueba. Creyó que él – el Faraón – era el único que no era capaz de reparar en sus habilidades. Se inquietó al pensar que era el único que parecía no valorar su talento. Suspiró. Debería dejar de luchar por ese amor imposible.
Había nacido para la música. Desde niña deleitaba a los más acaudalados nobles que requerían sus servicios. Lamentablemente, eran todos unos pedantes y arrogantes descarados que no ocultaban el deseo grabado en su mirada lujuriosa.
Se preguntó, porqué los dioses le habían otorgado aquel cuerpo esbelto, aquellos pechos perfectos, aquellas largas piernas, aquella melena lacia que junto con sus ojos formaban la perfección de la belleza. Hubiera querido ser burda y que sus manos no fueran capaces de crear tanta sutileza. Él regresó a su recuerdo. Lloró.
Destruyó bruscamente el papiro escrito en cuneiforme que su Maestra en su día le entregara. Con la frustración del torpe alumno y sin cavilar más sobre su pretérito, se dispuso a cruzar el puente. Suspiró por última vez. No hubo más aliento. Se fue.
Al abrir los ojos descubrió a la dulce Isis. Con una serena sonrisa en los labios, le indicó que la acompañase. La bella Neithotep, cubrió su torso con tules de seda blancos y dando una amplia lazada a su cintura con cinta dorada, partió con aire emprendedor, tras asir su viejo laúd. Sin dudarlo, la siguió.
En sus nuevas expectativas se cruzaba la idea de que él consiguiera amarla, igual que ella lo amaba. Todos los hombres indeseables hubieran deseado saciarse de ella, todos menos él. Él nunca se lo pidió. En cambio, a él se habría entregado.
Cada paso que daba estaba más segura de su decisión. Isis, asintió con un suave y gentil movimiento de cabeza. Aquel gesto la emocionó.
En su andadura y casi sin darse cuenta, había vuelto a oscurecer. Creyó que la blanca luz del plenilunio era su única compañía. Contaba el tercer mes de Shemú, la estación de la cosecha. Se fijó de pronto en una pequeña luz – ajena a la Luna – resplandecer entre la inmensidad del desierto. Se dispuso a atravesar el valle derecho en dirección a aquel diminuto punto que tanto la atraía. Nunca antes se había adentrado por aquellos parajes que pudieran parecer inhóspitos.
Detectó en cada grano de arena, en cada risco, un encanto especial. Aunque la perfección estribaba en aquel extraño silencio, al que calificó como un lugar de paz y eternidad.
Encontró una estrecha pero confortable hendidura entre las rocas a modo de cobertizo que usó para guarecerse de la noche. Se acomodó con la intención de quedarse dormida lo más pronto posible. En ocasiones olvidaba que Isis continuaba fiel, haciéndole compañía. Ella una devota de la Diosa, supo que estaría protegida. La gran Diosa de la magia, quien a su vez era capaz de devolver la vida al espíritu, no iba a abandonarla. Cualquier resquicio de temor, se esfumó.
Aunque la oscuridad invadía la oquedad, supuso que al amanecer Ra haría acto de presencia filtrándose por el hueco con efectividad. Esperaba que así fuera, pues tenía un sueño muy profundo y lo único que la despertaría sería la claridad del día.
Para su suerte, sucedió como esperaba, los sinuosos y tempraneros rayos de Ra, rozaron el perfil de su cara invitándola a levantarse. Salió de la pequeña cueva y alzó los brazos desperezándose. Al mirar al frente pudo percibir de nuevo aquella lejana luz que se abría paso a duras penas entre la frondosidad de las insistentes nubes. Debía haber caminado bastante el día anterior, pues esta vez la luz estaba mucho más próxima. Le extrañó, no podía distinguir de donde procedía. Imaginó que provenía de alguna casa habitada, perdida en el desierto, posiblemente se levantara por allí algún pequeño poblado. Rogó a los dioses que no fueran maleantes hijos de Seth. Pese a temer por su integridad, la luz seguía siendo demasiado atractiva. Isis, en algún lugar volvió a gesticular. No había lugar a dudas. Su camino era aquel.
Escuchó el ronroneo de sus tripas. Había estado tan enfrascada en pensamientos que no se había acordado de tomar algo de alimento, si no lo hacía, en breve comenzaría a perder fuerzas y eso era algo que no se podía permitir. Como no tenía ninguna prisa, se detendría a comer alguna cosa que le ofreciera la Naturaleza y más tarde continuaría por el sendero en esa misma dirección. Trepó por una pendiente. No pudo creer su suerte. A menos de doscientos codos se vislumbraba un pequeño oasis plagado de datileras, sicómoros y un bello estanque en el que incluso parecían bañarse algunos ánades. Acudió presta a saciar su apetito, teniendo muy en cuenta que no podía olvidar el punto en el que tomaba el desvío, para al concluir, volver sobre sus pasos y reanudarlo donde lo abandonó. Se dispuso a comer unos maduros y dulces dátiles, acompañados de unos higos chorreantes de miel en su interior. Para finalizar, se tumbó sobre la tierra húmeda que formaba la orilla del estanque y bebió hasta la saciedad, dando pequeños e intermitentes sorbos. El agua estaba tan clara y cristalina que invitaba a darse un baño. Dejó al abrigo su laúd, se deshizo de los tules de seda que cubrían su cuerpo y de las sandalias. Sin más se lanzó al agua. Isis quiso acompañarla. Se sumergió a su vez, pidiéndole que la imitara. Neithotep, no se lo pensó. Se inició el ritual. Ambas sujetaron sendas conchas que a modo de cuenco utilizaron como vertedero de agua sobre sus cuerpos. Sin darse apenas cuenta, los movimientos sinuosos, precisos, lentos, sensuales, se estaban convirtiendo en una perfecta danza. De repente, prestó atención, le había parecido escuchar unas notas brotando de su viejo laúd. Creyó que había sido fruto de su imaginación. Diosa y devota, danzaron obnubiladas hasta considerar que la purificación había llegado a término. Se sintió más ligera y pura que nunca antes en toda su vida. No entendió como pudo imitar a Isis con tanta perfección y realismo. Se sintió orgullosa de sí misma. La Diosa, la felicitó y le recordó el camino. Regresó sobre sus pasos y volvió a bajar la pendiente que la condujo de nuevo al sendero. Sonrió para sus adentros. La luz objeto de su andadura, seguía inmóvil esperándola.
Al observarla, un escenario pasado ocupó su mente. Recordó su llanto al regresar al hogar vacío, después de un gran esfuerzo por mostrar sus aptitudes, ante el Faraón, quién una vez más, no pareció reparar en ella.
Todo lo más que consiguió fue beneficio material. No esbozó siquiera una mirada sincera de aprobación. Aquel recuerdo la estremeció. ¿Era él incapaz de percibir el Amor? – se preguntó.
Recordó también, el día que después de jornadas de grandes ofrendas a Isis, el destino la puso en contacto con quien se convirtió en su Maestra, la sabia Meredet-nofret. Tuvo una corazonada. Regresaría y recuperaría el papiro que contenía parte de sus enseñanzas. Se culpó por la impulsividad de aquel gesto. Lo había destruido. Meredet-nofret, la hubiera reprendido.
-Neithotep, querida, no actúes sin pensar, y jamás dudes de tu primer impulso.
-Pero… Maestra… entonces…?
Se preguntó qué era lo correcto, seguir los impulsos o bien pensar antes de actuar. Le pareció un tremendo embrollo. Ahora, más madura, comprendía a la perfección aquellas palabras.
De repente, aquel resplandor de nuevo. Estaba más cerca que nunca, si no se detenía alcanzaría la luz antes del anochecer. Dio un respingo, era la silabeante voz de Isis quien hablaba, animándola a continuar. No había lugar para la duda, aquel era su camino.
Finalmente alcanzó su destino. Se detuvo a tan solo unos codos de la fuente de la que emergía aquella energía. La oscuridad de la noche quedaba mortecina por la claridad que se filtraba a través de la entrada de la casa. Caminó a paso lento y meditado. Se asustó de repente. Unos ladridos la alertaron. Miró alrededor hasta distinguir la silueta de un precioso chacal de pelo negro aterciopelado, orejas puntiagudas y hocico alargado. Lo reconoció al instante. Era él, Anubis. Le asombró su aspecto portentoso, inmaculado, característico de su persona. El Chacal, la escrutó con detenimiento. Sin sentirse en modo alguno intimidada, Neithotep se dejó ver por dentro. Quedó inmóvil mientras el animal la olisqueaba a conciencia, acercando su hocico a todos los rincones, como si buscase algo en concreto o quizás, fuese solamente para memorizar su aroma. Supo que el Dios estaba procediendo, sopesando su ba ante la inapelable Maat.
Sintió un grato alivio. El Chacal, le permitió continuar.
Observó el lugar con detenimiento. Las paredes se elevaban fuertes y robustas, de tal manera que nadie pudiera violarlas por la fuerza, estaban dispuestas conformando un muro de aspecto indestructible. A una señal, penetró. Atravesó el dintel y ascendió. La luz resplandecía ahora por doquier, era más intensa que nunca, agradable y perfecta. Dudó hacia donde dirigirse. Penetró, en primer lugar por el pasillo de la izquierda, topándose con un alto muro infranqueable. Regresó al punto de origen para penetrar esta vez por el pasillo de la derecha. Sin saber cómo, a los pocos pasos volvió a encontrarse en el punto de inicio. Comenzó a desesperarse. Le pareció extraño.
Había perdido la noción del tiempo y del espacio. Creyó, incluso, haber perdido la percepción de la luz. Cuando consiguió tranquilizarse se dio cuenta que no, la luz seguía invadiendo la estancia, atravesando las gruesas paredes de los innumerables pasadizos. Alcanzó la sala oculta sin saber como lo logró. Se sintió plena. Sucumbió. Su último pensamiento fue para él. Para Userkaf. Con todo el amor que una mujer pueda procesar.
*******
El sol era insoportable, varios de los ayudantes del equipo de Blasterof, salieron de la oquedad buscando aire limpio que respirar. A los pocos minutos, el mismo Dr. Blasterof salió también, estaba extasiado, muerto de cansancio, aunque alegre a un tiempo por haber dado con aquel sepulcro.
Observó el lugar con detenimiento, las paredes se elevaban fuertes y robustas, de tal manera que nadie pudiera violarlas por la fuerza, estaban dispuestas conformando un muro de aspecto indestructible.
Curiosamente, aquella tumba escondía un frágil secreto entre sus límites. Imaginó que aquel había sido el motivo por el que los obreros, por orden del Faraón, habían dado aquel aspecto laberíntico a su interior. Si se adentraba por el pasillo de la izquierda, se topaba con un alto muro infranqueable. Si se hacía por el pasillo de la derecha, sin saber como, a los pocos pasos se regresaba al punto de inicio.
El reconocido arqueólogo, se hallaba en pleno estudio de la tumba descubierta en la vertiente occidental de Saqqara. Sintió una profunda emoción al descubrir el mensaje inscrito en las paredes de la Dama más Bella de toda Kemet. Éste era el título que el Faraón Userkaf había otorgado a quien fuera la mujer que siempre amó. Según advertía el mensaje, la Dama Neithotep tenía el aspecto de una Diosa. Se asimilaba en todos sus rasgos a la Gran Diosa Isis, se movía y danzaba como tal. Sus sinuosos movimientos provocaban tal cúmulo de sensaciones que nunca osó codiciar para su satisfacción. Neithotep, se elevó a los altares cual Diosa celestial. El Faraón, lo menos que pudo hacer después de su muerte, fue otorgarle el eterno descanso mediante el reconocimiento absoluto de sus facultades.
Blasterof, también lloró de agradecimiento.
Precioso relato …felicidades !!
Exquisito lenguaje para tan delicado relato.Muy bonito!!!!