A la deriva
El río Potomac se ensancha un poco para descender por unos rápidos antes de servir de límite entre el Distrito de Columbia y el estado de Virginia, cediéndole a este último la porción suroeste del rombo que en principio hubiera conformado el territorio destinado a la capital de los Estados Unidos. En su ribera izquierda, entre el barrio de Georgetown y un moderno conjunto arquitectónico, entonces en construcción –Watergate-, que años más tarde pasaría a la posteridad, había una pequeña marina para embarcaciones particulares con su casa club. Los aficionados a los remos podían alquilar allí canoas y kayaks por horas a un precio asequible, por lo que se había convertido en una de las diversiones más populares entre los estudiantes universitarios – usualmente cortos de bolsillo, como en mi caso. A pesar de mi contextura no muy atlética y mi escasa habilidad como nadador yo me las amañaba bien con los remos.
Ese verano después de mi graduación, invité a un paseo por el río a una de las chicas del grupo de amigos con quienes solía ir alguna vez al cine o al teatro. La prima de uno de mis compañeros de estudio, pocos años menor que yo, era de apariencia frágil y delicada, inteligente, tímida y de un dulce carácter, además de bella:
ojos y cabello de un negro intenso que contrastaban con la blancura de su piel, que se hacía evidente cuando recogido con un lazo en un simple moño dejaba al descubierto su largo cuello; una figura bien torneada, que en sus movimientos delataba las muchas horas de clases de ballet acumuladas desde pequeña. De hecho, le había escrito un soneto dedicado a sus cautivantes atributos y en cuya estrofa final decía algo así como:
¿Resistiré a desatar de tu cabello el lazo, y que mi mano ese día me traicione acercándote aún más en un abrazo?
Esa luminosa tarde de sábado cuando salía para la cita, que ella había aceptado entusiasmada, me eché el soneto en el bolsillo de la camisa, recogí a la chica en mi auto y fuimos hasta el embarcadero. Decidimos alquilar una canoa por tres horas, de manera que pudiésemos estar de regreso antes del anochecer, plazo límite para el cierre del muelle. Al partir, yo en los remos, las aguas estaban tranquilas, así que avanzamos sin mucho esfuerzo aunque íbamos remontando la corriente para que al regreso se nos hiciera más fácil la travesía con la ayuda del propio río.
Llevábamos alrededor de una hora de paseo cuando el cielo comenzó a encapotarse, se levantó una fuerte brisa proveniente de río arriba, a la vez que se encrespaba el oleaje más que de costumbre. Ella fue la primera en dar la voz de alarma, indicando que mejor emprendíamos el regreso por si el tiempo empeoraba, tal como amenazaban aquellos nubarrones que corrían rumbo a nosotros cubriendo todo el cielo; en ese preciso momento retumbó un trueno lejano. Era conveniente ponerse a buen resguardo de la fuerte lluvia que se avecinaba. Maniobré para dar la vuelta y enfilar río abajo, con cuidado de que la corriente, más brava por la cantidad de lluvia que ya había caído hacia su nacimiento, no golpeara con fuerza el costado de la embarcación inundándola o volteándola y haciendo que zozobrara. Pude conseguirlo sin que entrara mucha agua a pesar de las inevitables salpicaduras del agitado oleaje y del movimiento de los remos.
La canoa se deslizaba ahora a mayor velocidad y más bien había que frenarla para poder tener mejor control de ella. Pronto comenzaron a caer las primeras gotas de la tormenta, los truenos retumbaron más cercanos, hasta que se desató el feroz aguacero con fuertes ráfagas de viento. Entre la cortina de lluvia, cada vez más espesa, pude divisar el arco de uno de los puentes que cruzan sobre el Potomac y remé con más ímpetu arrimándonos hacia la orilla izquierda, la más cercana y donde el caudal era menor, para tratar de asir los matorrales que se desbordaban sobre la ribera debajo del puente. Lo logramos, pues ella había conseguido alcanzar una rama a la que se aferró con tal fuerza que nada tenía que ver con su delicada apariencia. Yo puse a salvo los remos en el piso y alcancé otra rama, con lo que pudimos estabilizar la embarcación y atraerla más hacia aquellos matojos que nos protegerían de la fuerte corriente.
Con el cielo cerrado de nubes y a la sombra del inmenso paraguas de la bóveda del puente sobre nosotros, parecía que había anochecido de forma prematura; podría decirse que era un ambiente verdaderamente romántico. Pensé en el soneto que llevaba en el bolsillo, pero concluí que, bajo aquellas circunstancias, no era el momento más propicio para entregárselo a la chica, que ya estaba algo asustada. Además, no podríamos leerlo en la oscuridad, y yo no lo había memorizado.
Transcurrió un buen rato durante el cual la lluvia y el viento fueron amainando mientras tratábamos de sobreponernos al inconveniente contando chistes de naufragio, y yo lograba sacarle una sonrisa que iluminaba algo la penumbra. Entonces, nos dispusimos a abandonar el refugio ribereño y salimos de nuevo al cauce, algo más calmado, cuando nos encontramos frente a un faro encendido que se acercaba encandilándonos.
Se trataba de un pequeño yate que venía en dirección opuesta y debió esquivarnos.
Sin embargo, apenas nos cruzamos, el yate se devolvió con el propósito de ubicarse a nuestro lado, y pude reconocer a las personas que desde la barandilla nos saludaban: eran dos estudiantes suramericanos de la universidad, uno de ellos hijo de un diplomático, y sus respectivas novias, que me habían identificado bajo la luz del reflector y ahora nos invitaban a subir a la embarcación.
Yo dudé un instante, pero ante la incertidumbre de cómo nos terminaría de ir al regreso, dadas las condiciones del tiempo y la expresión de mi acompañante que parecía decir “¡estamos salvados!”, acepté la invitación.
Con cierta dificultad y la ayuda de mis amigos, logramos subir a la cubierta del yate, luego de asegurar los remos y atar la canoa con una cuerda que nos lanzaron para llevarla después a remolque. Cumplidas las presentaciones usuales, continuamos el paseo, ahora disfrutando de la compañía de quienes nos habían
“rescatado”, compartiendo con ellos los refrigerios que llevaban a bordo, hasta que, comenzando el crepúsculo, nos acercaron al muelle del club y abordamos de nuevo la canoa para desembarcar. En un movimiento hacia delante durante la operación de descenso, del bolsillo de mi camisa cayó un papel doblado, que la brisa voló y quedó flotando sobre las aguas del Potomac, arrastrado por el ahora ligero oleaje hasta perderse de vista. El soneto, y con él mi corazón, estaban a la deriva…