EN FASE REM
Terminé de pasar las tablas que, como si fueran un estrecho andamio, se hallaban colocadas a lo largo de la pasarela que cruzaba la autovía. La alambrada que separaba este extraño camino del resto de la calzada, estaba protegida por mantas colgadas con pinzas que cualquiera podría retirar; sin embargo, cosa curiosa, no faltaba ni una.
Seguí andando e intentando recordar dónde había dejado mi espartano coche de segunda mano. No sé qué me producía más rabia; si no encontrarlo o comprender que la memoria me fallaba a mis escasos 22 años. En ese momento, un señor que caminaba delante de mí, cayó de repente al suelo. Pensé que sería un infarto. Sin más dilaciones decidí llamar a emergencias. Marqué el 123 y salió la voz impersonal de mi compañía de telefonía. “Esto va de mal en peor”, dije recriminando una vez más a mi Memoria.
El buen hombre se levantó como si nada, y después de dar las gracias, me susurró al oído que el coche lo tenía guardado por almacenamiento en la calle X. No presté atención al nombre de la vía –o sí, y lo olvidé al instante–, porque la palabra utilizada me dejó descolocado. ¿Almacenamiento? ¿Acaso lo dejé en un parking de aparcamiento vertical, o tan despistado estoy que lo estacioné en un guardamuebles?
En estas lucubraciones andaba, cuando vi pasar un carruaje con dos hermosos caballos pintos. Subí a él y me acomodé entre mullidos cojines de terciopelo. El cochero, sin dirigirme la palabra, enfiló raudo hacia el Paseo del Prado. ¿Sería allí la cita? Es que de repente recordé que había salido a comer con mi familia y con un par de vecinos que siempre andaban rondando por casa.
Eran ya las cinco, cuando me adentré en una antigua taberna que llamó mi atención por tener toda la fachada cubierta de zapatillas. Quizá el anciano camarero los haya visto, pensé sin asombrarme de que a su edad aún estuviese trabajando. Fue una mujer de pelo canoso que se hallaba con su mascota junto a la barra –un pequeño toro de color encarnado–, quien me aseguró que habían entrado en los baños turcos de enfrente. Eso sí que me sorprendió; pero no puse ninguna objeción a tan espontánea amabilidad.
Se trataba de un ostentoso edificio con un ornamentado pórtico de azulejos. Un chino, de dimensiones tan enormes como la puerta, me prohibió el paso. Quedé un poco decepcionado y sin saber qué hacer –porque en los sueños no es uno mismo quien improvisa, sino que son los acontecimientos los que manejan la situación–. Ocurrió inmediatamente. Apareció detrás de mí un curtido hombre con un resplandeciente albornoz blanco. Sus
intenciones eran las mismas que las mías; pero él debía de tener algún tipo de influencia sobre el oriental, porque cuchichearon durante unos segundos e inmediatamente el otro se apartó. Quizá susurró aquello de “Ábrete sésamo”. ¡Quién sabe! La cuestión es que aprovechando la ocasión, me oculté tras su níveo batín.
Una vez dentro, vi que aquel recinto, de “hammam” no tenía nada. Eran tiendas de lujo. Vacías, es verdad, pero de mucho lujo. Di una vuelta para curiosear un poco. Aburrido y también desesperado, decidí llamar a casa. Resulta que estaban terminando de cenar y a punto de salir para el concierto. Y yo, allí, quieto y pasmado, esperando que acaeciera el modo de abandonar tanto lujo inalcanzable y tanta soledad retenida.
Y una vez más acaeció el milagro onírico. El enorme portero asiático apareció con mi deslucido auto y lo aparcó frente a mí. Vi que estaba completamente desnudo. Este hecho me preocupó ligeramente; porque o bien estábamos realmente en unos baños turcos encubiertos o por el contrario quería venir con nosotros al concierto. Ni quise pensar más, ni me dio tiempo a conocer el desenlace del sueño, ya que el bibliotecario –un
raquítico chino– me despertó con cara de pocos amigos al tiempo que me indicaba la hora en su flamante reloj de pulsera.
Eran ya las 23,50 h. Aún soñoliento, recogí mis libros de filosofía oriental, y me fui a la busca y captura de mi coche.