La bruja y el violinista. Un cuento de Navidad
La bruja y el violinista.
Un cuento de Navidad
Ella vivía en un profundo bosque, poblado de majestuosos robles de fuertes troncos y enrevesadas raíces, las jacarandas teñían todo el bosque de un lila rosáceo en primavera y los sauces llorones, acariciaban con sus lánguidas hojas las cristalinas aguas de los muchos riachuelos que por allí discurrían. Viva en una pequeña casita que parecía sacada de un cuento de hadas, por fuera, parecía lúgubre y desvencijada, pero esa apariencia, se desvanecía nada mas cruzar el dintel de la puerta. En el interior, una tenue pero acogedora luz lo iluminaba todo, y cálidos colores lo alegraban toda la estancia. Todo estaba poblado de recuerdos de tiempos pasados, que solo vivían ya en su memoria. En las ventanas, unos geranios coloreaban en primavera y verano el exterior de la casa, al lado de varias plantas de prohibido nombre.
Su puerta, siempre estaba abierta a aquel que quisiera entrar. Aunque poco tenia, siempre había un vaso de agua o te tibio para el viajero sediento, el peregrino o el alma perdida en busca de su propio consuelo. No vivía sola, dos cachorros de lobo, a los que un día encontró en el bosque, desamparados la acompañaban, la cuidaban y ella los cuidaba a ellos. Los cachorros siempre jugueteaban a su alrededor y ella los observaba en sus juegos, aprendiendo de ellos las bondades de la inocencia, el amor incondicional y el respeto a la vida. Eran sus cachorros, sus compañeros, sus maestros y al mismo tiempo sus discípulos, bebían con avidez de las palabras de la bruja, herida en mil batallas de la vida, valiente como solo saben serlo, los que solo pueden seguir adelante, y generosa como solo son, los que vivieron la necesidad, la amargura y el hambre.
La bruja, no era ni pobre ni rica, nada tenia, pero tampoco nada necesitaba, vivía de lo que el bosque le daba, y el bosque generoso se ocupaba de que nunca le faltara de nada. Pasaba las horas por el bosque, recogiendo hierbas, frutos silvestres, raíces y bulbos con los que preparaba extrañas pócimas para curar los males de los pocos aldeanos que se atrevían, por la desesperación, a presentarse ante ella.
Todos la temían…. su insolencia, su claridad, su falta de escrúpulos al llamar al pan, pan y al vino, vino. No estaban acostumbrados a la libertad que de su piel exudaba, les daba miedo su presencia, pero necesitaban de su sabiduría para poder sanar sus almas tristes y a veces perdidas. Ella los reconfortaba con su sabiduría, les aliviaba sus males de amores con sus pócimas de formulas inexplicables, susurradas de madres a hijas desde tiempos inmemoriales, aliviaba la tristeza de sus almas, con solo un destello del brillo de sus ojos. Pero ellos, la temían. Jamás la bruja hizo mal a nadie, pero ellos la temían.
Vestía ropa holgada, tejida de telarañas de colores, de ráfagas de brisa sobre telas de encaje negro y lila, adornados con perlas de rocío y ribetes de rayos de luna. Tenia el pelo negro, largo, ondulado como las olas de un mar oscuro, en el que se reflejaba el azul de las estrellas. Sus ojos, del color de la miel de primavera, brillaban como brillan las hogueras, en la noche de San Juan. Sus labios eran como las puertas de un cielo inalcanzable y habían sido la causa de la locura de muchos hombres, príncipes y mendigos habían vendido su alma al diablo solo por la dulzura de un solo beso.
Ella jamas sonreía, no lo necesitaba, sus ojos ya lo hacían por ella e iluminaban el corazón de los niños perdidos, de las almas en pena y el espiritu de cualquier mortal que se cruzara con ella. No era ni alta ni baja, de finos y bien torneados brazos, cintura estrecha, largas y bronceadas piernas y un culo…. un culo que flipas chaval, que todo hay que decirlo.
Estaba sola,
sentada, al calor de la lumbre, una noche fría de invierno, era Diciembre. estaba liando un cigarrillo de hierbas innombrables, era su pasión, la llevaba a mundos donde solo algunos entendían lo que allí encontraban. De repente, se levanto, se acerco a una alacena que había cerca de la chimenea y de un escondido cajón, sacó un pedazo de papel, y un lápiz. Coloco el pedazo de papel sobre su regazo y escribió algo, sólo tres palabras. Dobló el papel por la mitad, lo selló con un beso de sus labios y lo dejó en la ventana. Al momento, como si lo hubiera estado esperando, un búho blanco se posó y con su pico, cogió el papel, miro a la bruja y se fue volando. Ella, siguió con sus hierbas extrañas y sus pócimas inconfesables.
El había sido un hombre guapo, hace mucho tiempo, ahora, las marcas de tantas guerras, perdidas unas, ganadas otras, dolorosas todas, le habían robado el brillo a sus ojos, y las canas, reflejo del dolor de mil desengaños, blanqueaban sus sienes y su recortada barba. Vivía en el norte, en un país, donde el frío persistente, había conseguido congelar el corazón de sus habitantes y ya sólo les servía para mantenerlos activos, sin emociones, sin sentimientos ni vida. Sus pasos, aún firmes y decididos, resonaban sobre los adoquines de la lóbrega callejuela que le llevaba a su casa. No había nadie en la calle, era Diciembre, Nochebuena. Andaba deprisa, deseoso de llegar cuanto antes al calor de su lumbre, huyendo del intenso frío que en aquella noche hacía. En la mano, un violín, enfundado en un estuche negro, viejo, ajado, cuyos cierres metálicos, repiqueteaban acompasadamente a cada paso que daba, añadiendo cierto tintineo acompasado a su caminar. Era alto, grande, de piernas largas y anchas espaldas e iba enfundado en un ancho gabán de lana gris.
Había sido una mala noche, la gente pasaba de forma apresurada por su lado en busca de las últimas compras navideñas unos, otros camino de sus casas para reunirse con sus familias. Nadie parecía percatarse aquel día de las notas que sus entumecidos dedos arrancaban del viejo instrumento, nadie paraba a escucharle, esa tarde, el no existía. Estuvo esperando hasta que las calles se quedaron completamente vacías y cuando ya no había nadie que pudiera arrojarle una moneda, se encaminó a su casa, a un par de leguas del centro, en la zona norte de la ciudad.
Estaba apesadumbrado, triste, la ultima tarascada que le dio la vida le había marcado una profunda señal en el alma, y esta, aun no había cicatrizado, le dolía. Al llegar a su casa, encendió la lumbre, se quito el abrigo y se sentó al calor del fuego. Calentó un poco de agua y se hizo un té, como si ese té fuera a conseguir calentarle el alma. Al ir a coger el bote donde guardaba el té, su mano tropezó distraída con una botella de ron viejo, como él. El la miró, y por su pensamiento cruzó la idea de servirse un trago que lo reconfortara pero se dijo, Bah, para que?, hoy no hay nada que celebrar.
Se hizo su té y se volvió a sentar en la lumbre, y allí, paso un largo rato ensimismado en sus pensamientos, unas veces tristes, otras también. Sólo le reconfortaba la visión de una hija, en ese momento alejada y los recuerdos de viejos amigos, perdidos en la distancia, pero jamas en el olvido. De repente, escuchó un fuerte golpe en la ventana de su
balcón, se sobresaltó y fue a ver lo que lo había causado. Al abrirlo, observó estupefacto como desde la barandilla del balcón, un búho blanco le observaba impávido. El búho, pareció que le guiñaba un ojo y acto seguido se fue volando. El violinista jamás había visto una cosa igual, se quedo allí, como pasmado un rato y se dispuso a entrar en la casa al resguardo del frío viento, al girarse, con el rabillo del ojo, en el suelo, sobre la nieve vio un papel, se agachó y lo cogió. Estaba doblado y tenía una marca de unos labios rojos que resaltaban sobre el tenue amarillento del lienzo. Entró en el cuartucho y a la luz de la lumbre lo abrió.
Solo había tres palabras, solo se leía, “Hola, Feliz Navidad”. El hombre lo leyó, y sin saber por qué, sonrió. Se levantó de la silla, se acercó a la alacena, cogió la botella de ron y se sirvió un buen trago mientras con un nuevo brillo en los ojos y sonriendo se decía, “Qué diablos, es Navidad”.
Luis Manuel Amores Pamies
En la medianoche del 24 al 25 de Diciembre del 2015