Ella, la niña
Morena, pelo largo, con el flequillo tapándole los ojillos grises que nadie solia ver.
Desde que pudo gatear, sin que nadie comprendiese bien porque, sentía una curiosidad infinita por los botones: un gran ciruclo con circulitos dentro, eran raros e interesantes.
Con el tiempo fue tomando el hábito de tomar prestados los botones de la gente que le rodea para ponerlos luego en su lugar, pero según decía ella más vivos, de colores alegres y chillones, cosiditos y todo, todos de nuevo en su lugar.
Podías amanecer un día, salir a toda velocidad con el tiempo justo para ir al trabajo y mientras te abrochabas la camisa observar, con sorpresa, como cada botón: uno verde trebol, otro azul cielo, otro marrón tierra, cada botón de un color diferente, un trozo de bosque en plena camisa, en pleno lunes, en plenos ultimos 5 minutos justo antes de salir al trabajo; todo lo cual te llevaba a salir así, de nuevo, lleno de colores.
Bueno, ellos ya la conocia, en el trabajo no se iban a sorprender, se sonreirian mientras él encogia los hombros y pensaba:
“Esperemos que con el tiempo no le de por incorporar lucecitas parpadeantes” y a toda velocidad, antes de salir de casa, la besaba mientras dormía.
Nada más despertar, dando un salto de la cama, sonríe y de puntillas, medio dando saltitos, cogiendo las llaves de la casa sale desperezandose por el pasillo.
El pijama de lunares arrugados y de colores alegres. Sonriendo y dando pasos de gigante, descalza.
Uno, dos, tres y aprieta el timbre 3 veces y lo deja apretado, sabiendo que eso le irritaria: ding dong, ding dong, ding dong y jijijiji ding donggggg.
Él coloco la leche caliente en la mesa, abrió la puerta y una fierecilla salto sobre el sin piedad, colgandose de su viejo cuello, a lo cual su espalda no tuvo más remedio que arquearse y doblando sus rodillas se puso a sus pies, como siempre hacía, como cualquiera con ganas de seguir teniendo espalda.
Ella medio colgando, yo medio arrastrándome y refunfuñando malhumorado, a ella eso siempre le hacía reir. Verle cascarrabias le sacaba siempre una sonrisa.
“Maldita niña del demonio, un día acabarás de partirme en dos y no tendras vecino viejo al que agarrarte”.
Ella se carcajeaba y saltándose me daba el beso de buenos dias y salia corriendo al baño, agarrandose el pijama que le iba cayendo mientras corria.
El beso. Nadie le besaba así desde hacía muchos años y ella se lo regalaba casi a diario desde la más pura inocencia.
Mientras ella estaba en el baño, él cogía aquellos absurdos cereales que tan feliz hacían a la fierecilla: anillos de colores con letras y esperaba a oir la cisterna para echarselos en el cuenco.
La medía hora que pasaba con ella cada mañana era el momento mas vivo de su día.
Ella salía del baño, devoraba sus cereales. Sonreía agradecida y como siempre, cogía la caja, volcava un puñado de cereales en la mesa y llevándose solo las letras, volvía a su casa.
Con el tintineo del cascabel del llavero a su paso. Le sacaba la lengua, de colores, antes de irse y él se levantaba de su silla para asegurarse de que la fierecilla abría la puerta de su piso y cerraba bien la puerta con llave.
Despues volvía el silencio. Recogía los cereales anillados de la mesa y se los comía mientras ordenaba la cocina. Con una sonrisa en sus labios.
Una mañana, muy temprano, encontré a la niña sentada junto a mí en la cama, sonriente, como siempre.
Me había despertado al poner sus manitas en mis labios y reirse con cara de duende.
Yo le sonreí. Despertarse con una risa así era una sensación ya casi olvidada.Abrí la boca para sacarle la lengua y darle los buenos días pero no pude, solo pude sacar la lengua, abrí la boca para hablar pero no encontre las palabras adecuadas, era muy raro; nada angustioso, simplemente no podía decir nada.
Ella volvió a reirse a carcajadas y dándome un besillo suave en el pecho me dijo en silencio, con una mirada antigua y cálida, señalando la mesita de noche:
“Hoy te he robado las palabras adecuadas. Descansa la cabeza.”
Escrito con letras de cereales de las que ella siempre guardaba en su cajita de letras.
Yo me encogi de hombros y me eche a reír a carcajadas pensando: “Esta niña si que sabe como aligerarme el día.”
De cara para fuera lo arreglé diciendo que tenía una faringitis galopante. Yo sabía que ella era especial y que a veces era capaz de hacer cosas realmente especiales.
Ese día fue un día tranquilo, relajado y de lo más sereno. Y es que ella sabía que robarme las palabras no era más que darle paz a mi cabeza parlanchina y estuvimos escribiendonos hasta la noche con palabras de cereales, desacio y sin prisas.
Antes de llevarla a la cama ella me escribió:
” Habla bonito, por el Sol y las Estrellas.”
Y en voz alta pude darle las buenas noches mas tiernas del mundo.
Siempre que aparece aquel niño, ella vuelca toda su atención en él. Su corazón arde y su amor, su calidez inunda la habitación.
Cuando él se duerme o se despista, ella se acercarte sin que se de cuenta y lo toca y él,con la guardia baja disfrutar de ese calor humano que tanto necesita.
Pero el niño oscuro no duerme nunca del todo, vela su miedo asustado.
El niño asustado, desconfiado en su oscura esquina, alimenta su miedo con miedo, su soledad con desconfianza.
Aún asi, a veces la niña, le regala algo verde, fresco, musgo del que crece en el umbral entre su luminosa y colorida vida y la oscura esquina del niño.
Entonces durante un instante él sonrie tímido, emocionado y acepta ese regalo que nace en la frontera de sus dos mundos.
Y justo tras ese momento, una ligera brisa, inesperada, le alerta y vuelve su miedo. Y se cierra puertas y ventanas y nieva en sus jardines, y solo un cálido y mullido musgo mantiene con vida al niño en su oscura esquina.
Y ella le mira como a un hermano, con una ternura infinita. Comprendiendo sus ansias de vida y su miedo a sentirla. Su miedo a la vida viva que es la de ella y él nunca conoció.
Todos tenemos secretos pero la niña en si misma era un secreto.
Cuando había lluvia iba, siempre, a casa de la vecina de la letra A. Llamaba con los nudillos y se tumbaba en el suelo boca arriba a esperar que le abriesen. Si tardaban volvía a llamar desde el suelo, sin levantarse.
Cuando se abría la puerta, unos brazos antiguos y fuertes como arboles, la levantaban y haciendo el ruido de un avión la llebavan hasta la silla frente a la ventana. En el dormitorio de la abuela.
Solía estar dormida pero habia dejado dicho que siempre que la niña apareciese la dejasen despertarla. Fuese la hora que fuese.
La niña acercaba la silla hasta la cama para alcanzarla y tumbarse con la abuela, se ponía de costado para poder hablarle al oído.
La abuela le contó, hacía tiempo, que la lluvia le ponía triste y desde entonces siempre que llovía ella le hacía compañía.
La niña acercaba sus labios a su oído y le hablaba de flores de colores, olor a hierba fresca, del sabor de las fresas, de como cambiaban los colores al irse las nubes, del tacto de la tierra mojada y de lo divertido que era mancharse de barro.
La abuela sonreía. Y suspiraba quieta; la abuela nunca hablaba ni se movía. Le había contado que cuando te haces tan mayor como ella te ibas convirtiendo en árbol hasta que te salían raices y podían plantarte en un lugar bonito rodeada de otros arboles.
La niña hablaba y hablaba, al oído, muy bajito, como quien cuenta un secreto o arrulla a un recien nacido.
Y le contaba como sería el susurrar del viento entre sus hojas y la de bichillos que jugarían entre sus frondosas ramas y que cuando fuese árbol la lluvia limpiaría sus hojas y la peinaría y ya no le pondría triste.
Hablaba hasta quedar dormida echa un ovillo y con un brazo sobre el cuello de la abuela y soñaba, siempre soñaba y cuando dormía con la abuela se soñaba trébol a los pies de la arbol abuela, lanzando semillas cada primavera como palabras nuevas a sus pies y así seguir siempre pudiendo distraerla cuando se pusiese triste.
La niña sabía que ella nunca sería arbol, lo sabía desde pequeña. Ella tendría que ser un planta más pequeña y revoltosa.
Y mientras la niña soñaba, la abuela cantaba sin palabras, canciones de cuna, tan antiguas que ni ella misma recordaba haber aprendido y con los ojos húmedos sentía la manita de la niña en su cuello y se dormía cantando y escuchando a la lluvia, que tantos dolores de huesos le traí
Una mañana el abuelo le señaló a un hombre que había en el parque y le pidió que lo trajese a casa.
Le contó la historia de su hijo, al que perdió hacía muchos años. Le explico con la mirada perdida y triste como un día, su hijo, atormentado por la vida decidió huir dejándolo solo en aquél piso frente al suyo.
Le contó como fue todo antes de que eso pasase y dibujo una sonrisa en sus labios al reconocer a su hijo en ese hombre del parque.
El no podía salir para hacerle venir, pero sabía que si estaba allí desde hacía días era sin duda porque la mochila del pasado aún le pesaba demasiado como para poder levantarse y volver con él.
Ella acarició con el corazón en la mano al abuelo y la ternura de su sonrisa le hizo sentirse cansado.
Salió dando saltitos alegres hacia el parque, se sentó en un banco, al lado de el chico con barba y la mochila gigante, le cogió de la mano y miró al suelo con él.
Estuvieron asi largo rato hasta que él comenzó ha hablar:
“Me fui hace años para evitar la locura de los cuerdos que habitaban mi mundo. Me fui a reinventarme, pero no me di cuenta de que solo cambiaba de escenario, que elegía compañías que aligerasen mi peso, pero el peso seguía siendo mío.”
La miró y ella sonrió con algo de pena en sus ojos. No le soltó la mano. Él sintió miedo y le preguntó:
“¿no deberías estar con tus padres?”
Ella dijo que no con la cabeza y se encogió de hombros, jugó con su barba desaliñada y él continuó:
“Iba de aquí para allá, dejando mi mochila un día en un sitio, otro en otro dejándome llevar, asi me era más fácil, yo me sentía diferente, en cada lugar una nueva persona.
Adaptandome al lugar. Pero cuando me quedaba mucho tiempo en un sitio volvía a pensar, a reconocerme de nuevo, el escenario se difuminaba y volvía a ser yo el protagonista.
Entonces volvía a coger la mochila y cambiaba de sitio.
Solo me juntaba con gente feliz, dispuesta a celebrar, a compartir. Y allí donde había alegría, una fiesta y gente amable, allí volvía a quedarme.”
Ella dio un saltito y se puso de pie. Se acercó a su mochila y la intentó coger, demasiado para ella. No se rindió y le quitó dos grandes bolsas y se fue caninando hacía casa.
Él no sabía que hacer, la niña se iba con parte de sus cosas y no parecía oirle cuando le pedía que parase y le devolviese su carga.
No tuvo más remedio que coger su gran mochila, algo mas ligera ahora e ir tras ella que parecia seguir sin hacerle ningun caso.
La niña se dio la vuelta un momento para asegurarse de que él le seguía. Él la miró extrañado mientras ella le miraba desde el portal, con un vientecillo inesperado se le inundó la cabeza de recuerdos, de juegos y canciones de su infancia.
La niña traspasó el portal y como esperandole fue caminando sin prisa, arrastrando las bolsas hasta llegar a la puerta del abuelo que estaba abierta.
Esperó en la puerta mientras él hombre y su mochila conseguía verla con una sonrisa antigua y confiada.
El abuelo estaba dormido en la silla de la cocina. Ella dejo las bolsas debajo de la mesa y tarareo una nana mientras él hombre entraba con la mochila en el piso.
La niña salió sin hacer ruido y los dejo allí sólos. Él con los ojos humedos mirando tiernamente a su padre avejentado y dormido y el abuelo soñando con tiempos mejores cuando todo era igual de dificil pero tenía más sentido.
Cerro la puerta al salir. Caminó de regreso a casa y se tumbo sobre su cama mirando por la ventana. Con los brazos cansados y el deseo de un despertar agradable para el abuelo.