El sorprendente origen de Jacinto Fernández
Era un domingo bochornoso, el verano tocaba a su fin y Madrid empezaba a estar cubierto de hojas resecas. Al salir de la iglesia saqué un cigarrillo y me lo llevé a los labios, caminando deprisa y con la cabeza gacha. Tío Mauro, vestido de punta en blanco, se apresuraba por alcanzarme, pero a mí no me interesaba facilitárselo.
Y es que tío Mauro no era la clase de familiar con el que un chico de mi edad querría que lo vieran: Tenía un talento especial para ponerme en evidencia, que demostraba gustoso en las clases de la facultad de química, a las que acudíamos juntos (normalmente ajustaba mi horario en función de cómo sería más fácil evitarlo, pero a veces me era imposible).
Malhumorado, gruñí para responder a lo que quiera que me estaba contando y todavía sin levantar la cabeza, escaneé la calle, bulliciosa tras el fin de la misa. Un grupo de señoras mayores reía, una chica de pelo lacio empujaba la silla de ruedas de su padre, un hombre robusto y de ceño fruncido, en el que me inquietó reconocer algunos rasgos de mí mismo y a la izquierda, un gitano vendía fruta en su furgoneta, al parecer sin permiso, pues había a su lado un policía que sacaba la libreta de multas de forma amenazadora. Una escena cotidiana hasta que, ¡horror! ¿Es aquel que se acerca al agente tío Mauro?
¡Viejo loco!
A grandes zancadas, llegué hasta dónde estaba él, primero rabioso, pero dominándome enseguida. Me puse rígido, adoptando una pose digna y actúe como sí aquella fuera la más normal de las situaciones, sumándome a la naturalidad de mi tío, que se llevó las manos a la cabeza, y habló como sí estuviese muy irritado:
—¿Cuántas veces voy a tener que repetir en el ayuntamiento que esta zona la controlo yo? Parece mentira, ¡tantos años de trabajo y siguen sin hacerle caso a uno! ¡No se atreva a poner esa multa!
—¿Cómo dice? —preguntó el policía incrédulo
—¡La madre que lo hizo! ¿Está usted sordo? Escúcheme bien: me llamo Jacinto Fernández Contreras —yo estaba perplejo: acababa de sacar un nombre falso de la nada, como si tal cosa— y quién controla dónde se aparca aquí soy yo. Así que llame a su superior y dígale que se pongan al día de una maldita vez, ¡que no puedo estar así todas las tardes, caramba!
El agente, casi tan sorprendido como el gitano, pidió “un momento” y se apartó un poco, dándonos la espalda, para contactar con el cuartel, sus compañeros o quién quiera que fuese. Tío Mauro dio dos golpes en el lateral de la furgoneta:
—¡Chacho, tira! —exclamó.
El hombre sonrió agradecido y arrancó el coche, con lo que alcancé a ver la matrícula: era de Cáceres, como nosotros, de ahí la solidaridad del tío. Salimos corriendo hacia el otro extremo de la calle pero aun pude ver como el policía se giraba para encontrarse que allí, ya no había nadie.