A de Arthur
El chico había hecho un gran trabajo con el cuchillo en el pan de molde, pero la casa seguía siendo igual de pequeña y el abuelo seguía tomando cucharadas de alzhéimer del plato, sobre el cual caía incesantemente el agua de una gotera. A veces la cuchara quedaba suspendida entre el plato y la desdentada boca del viejo y el contenido caía encima de la mesa de madera, oscureciendo aún más las renegridas tablas. Era el tercer día de lluvia y el chico estaba inquieto, como un pájaro en una jaula, compartida con otro viejo “pájaro” sin cerebro. La luz del fluorescente verde que pendía del techo de la cocina deprimía aún más la escena, avivando la decadencia como quien arroja alcohol al fuego. El chico intentó que el abuelo comiera el sándwich, le había cortado los bordes con precisión y después lo había subdividido en doce pequeños cuadraditos para que el viejo no se atragantara. Probó a meterle un pedazo en la boca, nada. El pedazo volvía a salir de aquel tembloroso agujero negro, caía en la mesa con un ruido sordo y terminaba empapándose con el líquido de las cucharadas que no llegaban a su destino. El chico se sentó en el sofá desvencijado que olía a meados y a moho y se comió sus dos sándwich; cuando terminó, cogió el plato en el que estaba desmenuzado el del abuelo e inventó un juego. El juego consistía en hacer canasta con los pedazos en el plato de “sopa de gotera”. El chico disponía de once “tiros”, de los cuales encestó cinco. Cuando terminó con el juego, la lluvia había remitido levemente, ahora apenas escupía en los cristales de las ventanas y el viento había dejado de silbar. La luz de la estancia fluctuó en varios relámpagos pequeños antes de extinguirse, los dos extremos del tubo fluorescente resistieron unos minutos más, como pequeñas ascuas naranjas. El chico se recostó en el sofá y encendió un cigarro en la oscuridad. A la tercera calada, entre las brasas del pitillo vio como el anciano apoyaba los brazos en la mesa, después la cabeza sobre ellos y se quedaba quieto. El chico apuró el cigarro y cuando lo hubo terminado, aplastó la colilla en la baldosa hasta que se apagaron todos los rescoldos y se quedó quieto, escuchando en la oscuridad. El abuelo empezó a roncar y el chico, aliviado, cerró los ojos.