Hazte rico (asterisco).
—¿Cómo dice? ¿que mi idea le parece que es de emprendedor? Muchas gracias, señorita. Sí, yo también lo creo.
Aquél tenía que ser el gran día de Manuel. Por fin se había decidido a llamar a las oficinas del Registro de la Propiedad Intelectual para dar de alta su gran idea.
—No, Manuel. Le he dicho que su idea desprende hedor. Que es mala. Que apesta.
Las posibilidades de que aquél fuese el gran día de Manuel comenzaron a decrecer.
—¿No? ¡Pero si es brillante! Cuando se escribe la contraseña de usuario en cualquier soporte electrónico, ésta aparece en la pantalla. Si hay personas alrededor, podrían ver la contraseña, violando la privacidad del usuario. ¡Eso no puede ser! Hay que cambiar cada dígito por un asterisco.
—Oiga, pero si todo son asteriscos, todas las contraseñas van a ser iguales.
—Oiga, ¿me está tomando el pelo? Se verían como asteriscos, pero no lo serían.
—¿Entonces qué sentido tiene?
—¡Tiene todo el sentido del mundo!
Manuel estaba convencido de que su idea había sido concebida para triunfar. Y no pensaba dar su brazo a torcer.
—Además, ¿por qué no pueden ver la contraseña las personas de alrededor? Si están alrededor de alguien es porque son conocidos de ese alguien, ¿no? Entonces, ¿qué más da?
—Mire, si no le convence, concérteme una cita en sus oficinas. Defiendo mejor mis ideas en persona.
***
Una persona tenaz con una idea de emprendedor no es fácil de detener. Máxime si su idea es tachada de apestosa.
—Buenos días, venía a registrar una idea. Una idea revolucionaria.
—Adelante.
—Verá, creo que en las pantallas de introducción de contraseña de ordenadores y soportes similares debería haber más privacidad. Mi idea consiste en sustituir cada dígito tecleado por un asterisco.
—Continúe —dijo el hombre con tono de interés.
—Asteriscos. Uno por cada dígito. El usuario sabe lo que escribe, pero los que estén en ese momento con él no saben lo que pone.
—¿Y si miran sus dedos?
—Por favor… —dijo Manuel con una seguridad que casi dolía— ¿Quién haría tal cosa? Nadie tiene semejante falta de escrúpulos.
—Sí, quizá tenga razón… De acuerdo, registraremos su idea. Tome, aquí tiene una bolsa de dinero.
El hombre le entregó a Manuel una bolsa de plástico llena de monedas de un euro.
—¿Soy rico ya? —dijo Manuel con una sonrisa brillante como el papel de plata en la playa.
—Sí, yo diría que sí.
***
Y pasaron unos años maravillosos. Manuel no tuvo que preocuparse por el dinero durante mucho tiempo. Cada mañana, un muchacho norteamericano de unos doce años de edad le lanzaba a la puerta de su casa una bolsa de dinero desde su bicicleta. ¡Qué tiempo tan feliz! Manuel vivía enamorado de su idea. Era lo mejor que había hecho en su vida. Sus once matrimonios habían fracasado. Diez de ellos durante la primera semana de vida. El restante, durante la luna de miel. Siete de sus ex-mujeres se habían suicidado. De las siete, una de ellas durante la luna de miel. De las cuatro restantes, tres se habían casado con empresarios del negocio de las contraseñas. La restante se había cambiado de sexo, empujada por el fracaso matrimonial. Se había hecho la operación de cambio de sexo durante la luna de miel.
Así que su idea era la piedra angular de toda su felicidad. Tanto que decidió tatuarse asteriscos por todo el cuerpo. Se los tatuó por la espalda, por el pecho, por las piernas, brazos, manos, colleja, frente, nalgas, plantas de los pies, uñas… por todas partes. Incluso se tatuó uno entre las cejas. Muy de pueblo. Moderno pero rústico. Una mierda.
Y un buen día recibió la fatídica noticia. El muchacho que le lanzaba las bolsas de dinero le lanzó esta vez la mala nueva, estampada en la primera página de un periódico: “Empresario del negocio de las contraseñas revoluciona el mundo de las contraseñas con el que ya ha sido bautizado como “El nuevo asterisco”: el punto negro”.
“¿Cómo?”, retumbó en el cerebro de Manuel como un rugido amplificado en una cueva. “¡No puede ser!”. Alguien había inventado el punto negro para las contraseñas de soportes electrónicos. El asterisco se había ido a cagar antes incluso de que Manuel pudiese hacer lo propio esa misma mañana. “¿De dónde sacaré el dinero ahora? ¿Qué va a ser de mí? ¿Y qué hago yo ahora con tanto tatuaje de asterisco?”. Manuel comenzó a hundirse en la angustia.
Así que se apresuró a llamar a su agente, que era el tipo al que había conseguido vender-registrar su idea años atrás.
—Tienes que ayudarme —le dijo desesperado—. No sé qué hacer.
—Lo siento —le dijo impertérrito su agente-. Se acabó el negocio para ti. Además, ahora represento al inventor del punto negro para las contraseñas.
—¿¡Qué!? No… no… no puede ser… no… no, por favor…
Manuel rompió a llorar.
—Y, lo siento, porque te va a doler, pero he de decirte quién es.
Manuel se quedó completamente bloqueado. ¿Quizás sería alguien al que conocía? ¿El marido de alguna de sus ex quizás? ¿Su madre? ¿Su “yo” del futuro? ¿Su madre desde el futuro? ¿Su madre viendo un DVD de “Regreso al Futuro”?
—Es… Joaquín. Joaquín Rebolledo.
—¡Noooooooooooooooooo!
Manuel cayó desmallado de angustia. Joaquín Rebolledo era su exmujer. La que se había cambiado de sexo.
No hizo falta que Manuel se suicidara. Sus neuronas lo hicieron por él. No volvió a levantarse. Cuenta las leyenda que todavía hoy se puede ver una silueta humana en el suelo de la que fue su casa. Una sombra llena de asteriscos. La marca de la fatalidad. Los asteriscos que cargó el diablo. El Diablo de la Soberbia. O, como diría Manuel, ** ****** ** ** ********.
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