La cena
« ¡Te espero con ansias chulo! ¡Voy a comerte todito!» Fue el último mensaje que leyó Felipe en su móvil, y vistiendo por primera vez prendas ceñidas de varón metrosexual, lujuriosamente ilusionado, abandonó su apartamento. Caminó apresurado las dos largas cuadras hasta la estación del bus, con la firmeza que le otorgó a sus delgados y débiles músculos, la extenuante, para él, rutina ejercitante los últimos meses desde que renació su recóndito anhelo. Su flaco y frígido rostro cuadragenario, ya algo flácido y con líneas de expresión, lucía ahora, gracias al maquillaje y al brillo de su mirada: rejuvenecido y coqueto, con un matiz atrevido rayando en lo sinvergüenza.
Al llegar a la estación; abordó el bus con la misma decisión con la que salió de su apartamento. El vehículo estaba casi vacío y se acomodó en un asiento individual, para evitar la posibilidad de compartirlo con algún pasajero mugriento u obeso (o ambas cosas), abrió su ventanilla y dejó que el viento de verano lo refrescara por unos minutos. A pesar del caótico tráfico y las excesivas paradas del transportista, permaneció tranquilo, pues había calculado (como en todo) perfectamente el tiempo, y contemplaba con una tenue sonrisa ilusoria la noche de la ciudad limeña, imaginando que ya no la recorrería solo.
Dos horas demoró el bus en llevarlo a su destino; descendió ligero y emocionado se encaminó a la dirección exacta. Pero, cuando llegó al edificio citado; otra vez su paranoica moral de toda la vida lo asaltó, se llenó otra vez de dudas y temores, de nada le servía otra vez todo lo que leyó intentando comprender y justificar su desviada concupiscencia. Creyó sentir la mirada inquisidora de las personas que circulaban por la acera, pensó en qué pensaría su familia (padres y hermanos que veía ocasionalmente) y, avergonzada como siempre, lloró su alma en silencio, y derrotado, una vez más, dio media vuelta. «Es un error, otro error»; sentenció para sí mismo, mientras andaba con la mirada baja, y tuvo la convicción de que su vida entera era un error; incluso su nombre que fue elegido (como de costumbre) antes que él viera la luz del día, jamás le agradó: “Felipe”, tan grave y varonil, por qué no Danny o Michael, pensaba tristemente…
Llegó al paradero y, resignado e inexpresivo esperaba el bus de retorno; cuando una preocupación lo asaltó. Cogió su móvil y se dispuso a apagarlo, pero en el acto ingresó la llamada. Esperó a que finalizara, pero el celular timbraba una y otra vez sin dar tregua. Quiso en verdad cortar la llamada y apagar la maquina; pero temeroso o tal vez por cuestión del sino, presionó el comando equivocado…Era tan cálida, sensual y poderosa aquella voz, que lo reconfortó y revivió su libido junto con su frágil valor. Era a aquel atractivo hombre, aquel que hizo reverdecer su frustrada hasta ahora fantasía, aquel desconocido que encontró en las redes sociales y lo cautivó por su caballerosidad al principio y luego lo perturbó libidinosamente su salvaje lascivia, era a aquel casi incógnito caballero a quien deseaba entregar la invicta profundidad de su pasión.
Regresó.
Nervioso se identificó en la entrada ante los robustos y parsimoniosos agentes custodios del edificio, mordiéndose las uñas abordó el ascensor, descendió en el piso 14 y su corazón latía cual tambor de guerra, sus rodillas temblaron hasta la puerta del apartamento 1407, respiró tres veces profundamente y tocó apenas su huesudo dedo el timbre.
A los pocos segundos se abrió la puerta; un caballero blanco, maduro y bien parecido, que musitaba su acento extranjero, lo recibió con entusiasmo. El apartamento era una común estancia de un soltero profesional. La cocina estaba llena de frutas, vegetales y condimentos, pero la gran mesa de la sala estaba todavía vacía, pues la suculenta cena prometida aún no había sido preparada. Fue acomodado Felipe en un muelle sofá y trajo su anfitrión una gran botella de vino. Harto ya de su vida circunspecta, ingería emocionado y decidido todo lo que le servían, y por supuesto no acostumbrado a ello, rápidamente el alcohol se apoderó de todo su ser: sus mejillas se encendieron y sus ojos, aunque ahora acuosos y dilatados, brillaban cual adolescente enamorado, y un fuego cálido lo llenó de seguridad y hablaba y reía con soltura, inteligencia, amenidad y sensualidad, diría él.
Sentíase verdaderamente un divo, o una diva, y feliz advertía la complacencia en el rostro de su anfitrión. Sin embargo, al cabo de un par de horas, debido ya al hambre, condujeronle a la bañera. «Quítate la ropa y entra a la tina» Le susurraron al oído. El iluso obedeció, y sentado en la tina, mientras sus labios esbozaban una pícara sonrisa y su corazón estallaba de alegría, se dispuso a todo. Y se estremeció cuando acariciaron su espalda, y con los ojos cerrados sintió, amodorrado y excitado aún, la tibieza de su sangre cuando cortaron su yugular.