LA BRISA

LA BRISA

Àngels de la Torre Vidal

Abrió los ojos a la nueva mañana y pudo oler el aroma rancio del desamor, de las caricias sin uso, de los besos escapados.
Se sintió etérea como la brisa.

Él no estaba a su lado, pudo observar los restos de hojas marchitas y amarillentas de aquel ciprés altivo al que tanto le gustaba envolver entre el oxígeno de sus poros.

En aquello se había convertido el santuario que habían construido: en un montón de restos orgánicos sin vida, vestigio de la pasión y de los besos de tiempos pasados.

Sin pensarlo respiró hondo, renovando el aire enrarecido que se había combinado erróneamente con sus moléculas, por un oxígeno puro y fresco que le aclaró las ideas. Se lanzó por la ventana en busca de aquel que la había convertido en brisa.

Recorrió campos de cultivo, eriales, la ribera del río con agua estancada…

Y le vio… erguido, macilento, como petrificado, al lado de la tapia del cementerio de los besos no nacidos y caricias no otorgadas, con sus hojas escamadas apenas sin vida.

Un remolino de sensaciones se apoderó de ella, llevándola directamente hacia aquel árbol. Se posó a los pies del tronco anclado a tierra y comenzó a subir envolviéndolo, impregnándose del olor a verde que aún conservaba, aireando cada una de las puntas que conformaban las verdes hojas, puliendo con besos las aristas de aquel inicio de muerte en vida.

El ciprés empezó a tomar conciencia de la brisa que se empeñaba en despertarlo con cada caricia haciéndole cosquillas en el alma para sentir cada gota de savia navegando por tronco, ramas y hojas.
Casi sin darse cuenta se había unido a ella en un abrazo mutuo rebosante de vida, en una  danza que se iba transformando en sensualidad, caricias, besos con sabor a pasión compartida.

Empezaron a experimentar toda una colección de sensaciones que les convertía a un tiempo en aire y vida, bailando, moviéndose uno al son del otro, sin palabras; sólo con labios para besarse y darse mutuo aliento, oxigenando cada célula viva y reviviendo cada una a punto de expirar. Siguieron así, acariciándose mutuamente, sintiendo cada de las hojas penetrar en la brisa.

Aleteando y dejándose llevar empezó a convertirse en un huracán de delirio arrastrando a aquel ciprés, arrancándolo de la apatía de un mundo sin el frenesí de sus pieles buscándose,  hasta plantarse ambos  en una tierra de nuevas caricias, de alientos renovados donde el viento pudiera ser poesía entre sus hojas reclamando VIDA.

Cuando el torbellino dio lugar al estallido de savia en las hojas y de átomos de oxígeno quemado y ardiente, se encontraron el uno frente al otro sonriendo, ahora en su nuevo nido de hierba fresca y prometiéndose con una sola mirada que sus besos y caricias nunca tendrían una losa en el cementerio de los besos olvidados.

FIN




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