Una historia muy común…

Una historia muy común…

El niño del aro, Paquito, lo observó cuando bajó las escaleras, tristemente, el anciano, no quería voltear y ver. La casa se caía a pedazos, su pensión no daba para tanto y hace rato no escribía nada meritorio que pudiera generarle un dinero extra. Las historia estaba frente a él, está vez el niño jugaba con una ramita de ponsigués, seca, en el charquito de agua infectaba de renacuajos. El garfio de alambre en la punta era de un marrón oxido. Él mismo, levantó la vista sólo para mirar el escabroso andar del anciano, trastabillando al bajar las escaleras. Esperaba. El anciano lo suponía, de hecho, estaba seguro que Paquito inmutado, le regalaba parte de su cosecha pero jamás decía nada, lo dejaba hacer.

*****

Bajó las escaleras, si, en cada paso veía los trozos de baldosas desprendidos y a los lados, la crecida del monte que a sus huesos ya viejos le era dificultoso podar. Las granadas roji-amarillentas estaban en su punto, eran tentadoras a pesar del monte crecido en su enrededor. Jugosas y dulces, hermosas. En sus manos, el anciano llevaba una libreta y un mongol incrustado entre sus páginas.
Sus gafas foto-cromática y su anticuado sombrero guama. La casa quedaba sola, no había perros que aullaran ni mujer que fregara traste, ellos habían partido a donde nos lleva la muerte, sólo restaba él con sus huesos acalambrados, soñando en cada noche la historia que le era necesaria escribir, pues aseguraba, que cerraría su ciclo de vida con broche de oro. La transcendencia.

“Todos llegamos con una intención y un objetivo claro a cumplir, botón que encenderá las alarmas cuando entre selecciones pulsemos, es como llamar a la muerte” –pensó embebido mientras zigzagueaba calle abajo, tembloroso y apoyándose en una que otra verja para no irse de bruces en la tediosa calle inclinada. El subir era otro oficio, aun mas pecaminoso pero a veces en la redoma conseguía algún aventón que lo dejara enfrente de su casa. Por ello regresaba tarde, a la hora en que las aves regresan a sus trincheras, cualquier joven lo subía, algún vecino agotado de su trajinar diario, algún condescendiente.

Cuando el viejo desapareció de la vista del niño, éste corrió a la casa del anciano.
Superó la verja, apartó el monte con la rama y derribó cuantas granadas pudo.
Dobló su franela hacia arriba, haciendo de ella una bolsa donde colocar las granadas ganadas en su esfuerzo, pero robadas al anciano. Un robo de complicidad intencional por parte del anciano. Antes de salir, el niño dejó unas cuantas frente a la puerta, otras sobre la reja de la ventana, bien sabia Paquito que el anciano las comería, pues eran de su exquisitez. Salió de ella, de la casa, del abandonado jardín, intempestivo, evitando ser visto como quien sabe que roba el fruto que no le fue dado pero con el beneplácito de dejar parte del botín al incapacitado anciano sin pensar que, quizás algún día de esto, el anciano no podría tomar los frutos que él le dejaba.

*****

Debía cruzar la calle, la redonda plaza frente a él. Dos jóvenes lo observaban, la inseguridad de cruzar, sus piernas no daban para mucho. Veía a ambos lados. Veía la plaza. Los jóvenes le miraban sin moverse, aun. Amagaban sus pasos, temía, Unos de los chicos cruzó como relámpago cuando el anciano bajó la calzada tambaleándose, lo tomó de un brazo, exactamente donde llevaba su libreta. El ruin flux olía a naftalina y tieso de almidón, el joven arrugó la nariz pero no le soltó. Detuvo los autos que circulaban y dejó sobre la plaza al anciano, esto motivo la conversa más tarde, después que él, tomado el aliento, recuperado, en el banco frente a los jóvenes. Después de otear cada rincón curvo de la plaza, de leer y releer la placa herrumbrada de la estatua, después…de ver a los jóvenes conversando amenamente y notando su curiosidad de saber lo que la placa exhibía, después él les hiso señales para redactarle la historia del doctor representado allí.

Abrió su libreta, decidido, comenzó a escribir y como quien se habla a si mismo pero en voz alzada fue narrando los cada pasos del doctor entrecruzados con sus sentires, animadversión y agrados de una vida andada. Ellos seguían en la distancia, frente a él, pero a unos metros, apenas escuchaban el susurro del orador que creía que su voz abarcaba el espacio hertziano como en aquellos tiempos en los acústicos teatros. Describía, detallaba, escribía.

La estatua se erigía sobre la fuente, magnánima, como toda figura heroica de un pasado remoto y que los libros se encargan de enaltecer. El anciano sabio de crónica, nombres de calles y significados. Era urbano. Conoció en vida al susodicho de bronce oscuro que se mojaba dentro de la fuente…el Dr. Ángelo Peluzzinni, nativo europeo, migrante en la segunda, 1945. Llegó descalzo al país con harapos como ropas y aquí hiso vida, familia y estudios y se elevó entre la sociedad dejando un legado médico irreductible, innegable, afable y eso, exactamente eso, era lo que llevaba al anciano, una y otra vez a la plaza circular de la urbanización Los Cabretales. Se sentaba allí a contemplar por horas la fuente, los samanes, los viandantes, los carros pasar, la estatua y las nubes corriendo en el cielo. Pulía una y otra vez con la vista, la placa conmemorativa del insigne doctor y se vanagloriaba de haberlo conocido. A todo aquel que se acercaba algún banco y le permitía conversar, le mencionaba los méritos del fulano doctor. Con lujos de detalles si así lo requerían, animando con anécdotas el relato. Su voz mascullada, grave y nimia eran hilos onomatopéyicos que brotaban de sus cuerdas vocales, quien lo espetaba debía acercarse a él para escucharlo, entenderlo, además de la comprensión de su máxime léxico, orador eximio de sus tiempos pasados. Siempre se le notaba el dejo, la nostalgia escrita en sus ojos, en cada surco de su cara y la impaciencia de sus manos trémulas ansiosas de cerrar el ciclo de vida con un relato que lo hiciera acreedor de una estatua de tres metros como la del Dr. Peluzzinni. Soñaba co la posteridad de sus obras, pero a saber, renegaba de todo lo escrito por él hasta ahora. Los consideraba vacíos, en las conjeturas reflexivas de su actualidad senil pues decía que, la sabiduría le llegó con el tiempo como alud al montañosa sin implementos de sobrevivencia. De repente, después de tantos libros devorados y de tantos pasos andados… allí caía de nuevo en la somnolencia pretérita del cuando su mujer vivía y le apoyaba en cada proyecto de vida, ahora estaba cansado y debía cerrar su círculo para partir en paz a los designios impuestos por la parca, pero dejando un legado.

Hace rato dejó de mascullar, quedó enganchado en el banco, la tarde cerraba en el ocaso dando paso a la niebla que hablaba del manto negro que precede, la noche.
Cuando dos jóvenes se acercaron, ya estaba inmóvil, su última iniciativa había concluido, sólo falto la ene como trazo de cierre, el lápiz estaba entre las páginas de la libreta abierta, sus ojos cerrados, dormía pero el sueño del más nunca despertar con una sonrisa de satisfacción de quien concluye con éxito su discurso.

Augusto Plasencia




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