Decrepitud.

Decrepitud.

Todos viejos, fueron llegando de a uno y anegando la casa de los años de crianza. Ya no estaba ella, voló como libélula a campos que verdes aguardan en remanso los cuerpos que mueren. Bello el cementerio de mantos terciopelados, y frondoso el samán que arropa en sombra el marmoleado gris que inscribe su nombre. Doradas letras de su gracia, de sus haberes y quereres, natalicio y finiquito.

En el ahora el tiempo infringía estragos en la memoria del anciano, desvariando, miraba derredor las caras que cuan extrañas, ya no reconocía; sus hijos.
Iracundo comportar del hombre caído en edad. Una lagrima brotó de sus ojos al sentirse solo, abandonado por el jardín de infancia que procreó con aquella que buscaba entre la multitud desconocida que invadía su casa. De esa ella que no supo más en década y media, la ausencia inexplicable de un cuerpo que transitaba toda la casa y le atendía en su regazo a cada demanda. Una figura que sabia anhelaba más no entendía su sentir puesto que no tenía imagen asociada, se habían difuminado sus detalles en esa mente amnésica de él.

Temblaron sus manos asidas al bastón, sus labios también intentando palabras, su rostro se desfiguraba con arrechera y temor…no reconocía a nadie y entonces, ofendía.

Con puros diminutivos mentaba sus apodos, titina, monito, boquita, fosforito, lichito… todos, allí, ya viejos le rodeaban, más él no les reconocía porque tenía puras palabras adherida a su cerebro pero sin imagen que las conectara a la realidad actual del entorno. Grandes lagunas mentales recorrían plácidamente los puntos neurálgicos desconectados o quizás, profusamente enmarañados como bolas de crochet que en lúdicos actos un gato destensó.

¡Ya! Habían volado las imágenes cognitivas, se había roto ese ademán de configuración y enlace, de entretejido psico-neural de los estados de las consciencias. Auscultando al grupo que sobre él se encimaba, sus ojos fueron virando hacia los matices y rugosidades de las paredes y techo, buscando un no sé qué que explicara todo. Flotando en un ambiente de desolación como barca sin remos en alta mar, su deseo más intrínseco de escapar a la embestida los enfrentaba con groseras palabras e ira, que su cuerpo ya caduco no podía mantener sino por instantes pues el ahogo sobrevenía con tos seca de sus cavidades traqueales. La edad hacía estragos en sus días.

Considerando al grupo qué sobre él, gritó – ¿Espurios, de donde han salido? – un silencio cómplice se sumó y después la catatonia se hiso presente hasta los últimos días en que la decrepitud ganó el partido.

Para cuando murió, ya tenía muchos años de ausencia mental y no fue la edad la que lo consumió sino las palabras que vagaban libremente sin imágenes asociadas, inmensas lagunas mentales entre nimios lapsus de cordura.

Augusto Plasencia

EPEV2016




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