Tirar la moneda

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Tirar la moneda

Autor Gustavo Vignera – www.gustavovignera.com


“Ya estás
mejor” escuché que me decían. Me pesaban los parpados y veía todo nublado. Quería
enfocar la vista, pero me mareaba y me obligaba a cerrar los ojos sin comprender
lo que pasaba. Estiré mi cuello para atrás y pude ver a un Cristo que me miraba
desde su cruz clavado. Me creí por un instante que yo era María Magdalena esperando
en el calvario incapaz de abandonar a Jesús. Incapaz de abandonar a nadie, como
había sido mi vida siempre. En el brazo izquierdo me habían puesto un suero. El
otro estaba rígido y con mi puño muy apretado. Abrí la mano y pude ver un sol
de oro que me había regalado mi madrina una vez que había hecho un viaje a
Perú. Con Lucho nos íbamos a casar a fin de año, hacía mucho tiempo que nos
habíamos cruzado en el bar de Filosofía. Él era culto, inteligente, un tipo
sumamente interesante, su barba desprolija le daba ese toque intelectual que
pocas personas poseen. A mis padres les encantaba, buena familia, buen pasar,
buena educación, todo bien… demasiado bien. Hace un año, viajando en el
sesenta, un desconocido me dio el asiento y no pude dejar de agradecerle con mi
mejor sonrisa. Ese era Mariano, un tipo simpático, entrador, cara dura,
grosero, casi salvaje. No sé si fue adrede o por casualidad pero se bajó, el
chanta, en la misma parada que yo y me acompañó, haciéndome bromas y tirándome
onda todo el tiempo hasta la puerta de la Facu.
Al despedirnos tuvo la desfachatez de pedirme mi número de celular y yo tuve la
candidez de dárselo. Sabía que había algo increíble por descubrir detrás de ese
mamarracho. Yo estaba bien con Lucho, pero cuando el diablo pone la cola, Dios
saca la mano y deja que las cosas pasen. Y las cosas no pasan antes o después,
pasan cuando tienen que pasar y punto. Me llamó esa misma noche, mientras
estaba cenando con Lucho y no pude decirle que no. Al otro día después de un
par de cervezas en la Biela terminamos
matándonos en un telo de la vuelta. Nunca le había sido infiel a Lucho ni a
nadie, pero Mariano me había volado la tapa de los sesos. Lucho era una
catarata de conocimiento,  era por eso
que me encantaba estar con él y lo admiraba profundamente. Mariano, era una
sobredosis de vida, un potro salvaje, incansable… con una única prioridad en su
vida, el sexo. Yo me había hecho adicta a él. Mientras con Lucho recorría un
camino lleno de palabras y pensamientos, con Mariano naufragaba bajo una
tormenta de orgasmos y más orgasmos. Estaba confundida, no me sentía bien de
estar en medio de esos dos mundos, quería a Lucho, pero también quería a
Mariano. Sentía culpa cuando iba a acostarme con Mariano, pero sentía una
felicidad enorme cuando volvía a casa a reencontrarme con Lucho. Era una trampa
permanente, y no me gustaba. Dos o tres veces a la semana, me rateaba de alguna
clase y nos encontrábamos en el lugar de siempre para hacerlo como Dios manda y
como el diablo también. Había llegado a planteárselo a la Psicóloga, quería que
me ayudara a tomar una decisión. Si debía dejar el amor intelectual de Mariano
o si debía dejar el amor pasional de Lucho. Mi hermana, junto a la doctora eran
las únicas que sabían lo que me estaba sucediendo. Necesitaba alguien que me
ayudara a tomar una decisión. Yo sabía que Lucho no era mi media naranja, y que
Mariano ni siquiera era mi medio melón, pero me encantaba y no podía dejarlo.
Pensé, porque no tenerlos a ambos, si una persona no tiene todo lo que una
necesita para sentirse completa, por qué no tener dos seres que la amen. Con
Lucho me sentía la Venus de Milo, una mujer sin brazos, pensativa, con Mariano
me sentía Afrodita, la Diosa del amor carnal, simple y puro. Mis padres ya
habían contratado el salón para la fiesta de mi casamiento con Lucho, no podía
defraudarlos. Ellos habían puesto en mi todas sus expectativas, esperaban que yo
tuviera una familia tipo, una parejita, un perro, una casa con pileta, ese era
su mandato y el de la sociedad toda. Yo no podía vivir en la mentira, lo tenía
claro, sabía que en algún momento debía hacer una elección. Una tarde estábamos
con Lucho en el Malba frente a un cuadro de Frida Kahlo, titulado “La columna
rota”. Vi como él se quedaba perplejo mirando la desgarradora imagen. Me animé
a preguntarle porqué se había emocionado tanto con ese óleo y me respondió “Este
cuadro representa el accidente que tuvo Frida a los dieciocho años cuando la
atropelló un tranvía y una barra de hierro le atravesó su cuerpo”. Yo no
conocía el detalle de ese episodio, si bien siempre había admirado a la pintora
y a su obra. Quise preguntarle que le pasaría si a mí me pasase lo mismo, pero
le confesé casi sin vos “Yo a veces me siento rota”. Me agarró de la mano y me
susurró cómplice al oído “Parafraseando a Hegel… el drama no es elegir entre el
bien y el mal, sino entre el bien y el bien” y no supe que contestarle, pero
sabía que Lucho algo estaría sospechado. Sentí mi celular vibrar en mi bolso,
intuí que sería Mariano, y lo dejé. A los pocos segundos volvió a sonar. Metí
mi mano en el bolso y a tientas lo apagué. El cuadro, Lucho, mis padres y el
teléfono me estaban volviendo loca, debía tomar una decisión, donde sabía que alguien
quedaría herido, y yo no debía quedar entre los damnificados. Un sentimiento de
culpa me había invadido el alma, de pronto me sentí una cualquiera. Le pedí a
Lucho que nos volviéramos al departamento, ya que no me sentía bien. En el
taxi, encendí el teléfono y tenía más de diez mensajes de voz, obviamente eran
todos de Mariano. Llegamos y me puse a hacer unas milanesas. Lucho se fue al
escritorio y se puso a leer un tratado de mitología Griega. Yo no dejaba de
pensar en cómo finalizaría esta tragedia. Cenamos sin decirnos una palabra. Nos
fuimos a la cama y cada uno se acomodó como pudo con su almohada. Sobre mi
mesita de luz vi el Sol Peruano que yacía bajo la lámpara desde el día en que
nos habíamos mudado a ese departamento. Mi madrina me había dicho que me iba a
traer suerte.

La habitación
estaba oscura, Lucho ya había apagado el televisión. Tomé la moneda y me fui al
baño. Me volví a lavar los dientes, no sabía qué hacer. Tenía la moneda en mi
mano y la gran decisión de mi vida se estaba poniendo en juego en un abrir y
cerrar de ojos. Me miré en el espejo del botiquín y no me reconocí. La moneda
seguía apretada en mi mano esperando a ser revoleada. Presenté la cara sobre la
uña de mi pulgar esperando el pequeño impulso necesario para que la suerte
fuera echada. Tuve la repentina necesidad de abrir el cajón donde tengo los
medicamentos y vi el frasco de pastillas para dormir. Mi cobardía me obligó a
tomarlo, abrirlo y a ingerir todos los comprimidos tratando de dilatar en ese
acto la decisión que el mundo me estaba obligando a tomar.

A partir de
ese momento desaparecí del planeta, todo era oscuridad y solo pude reconocer a
lo lejos la tímida sirena de una ambulancia.

Escuché la vos
de un hombre decir “Bienvenida” y empujando con fuerza mis parpados volví a ver
el crucifijo. Un joven rubio con ojos claros, vestido de blanco me estaba
acariciando la frente. “Ya estás a salvo… pronto vas a estar mejor, te lavamos
el estómago a tiempo” me dijo y me sonrió como si me hubiera conocido de toda
la vida, o mejor dicho de otra vida. Fue un verdadero deja-vu, ese doctor no
solo me había salvado, yo estaba convencida que había estado con ese hombre en
otro momento y no entraba en las opciones de la cara ni de la seca de la moneda
que no revoleé.

Entraron a la
terapia mi padre, mi madre, mi hermana y Lucho, todos cotorreando y culpándome
por la decisión irresponsable que había tomado con mi vida. La enfermera los
hecho inmediatamente. Mi hermana se quedó mirándome a través del vidrio y yo
apoyé de canto el sol de oro de mi madrina en la mesita de luz.

Fin.




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