Eusebio
Eusebio
Los estudiantes del
instituto General Florencio Farfollo, situado en la ciudad de Fuentes de
Lendoro, provincia de Lenán, en las tierras del oriente meseteño, bajaban en
tromba por las estrechas escaleras laterales que le conducían a la libertad, a
la calle. El viejo instituto soportaba estoicamente los casi mil estudiantes
que se agrupaban en sus clases. Organizadas en plantas, en letras y en
secciones.
Era una continua
ebullición, un revoltijo permanente. Cada timbrazo de cambio de hora provocaba
pequeños tsunamis de jóvenes que corrían de unas clases a otras para buscar un
lugar asignado, reglado y numerado, donde debían sentarse durante una hora.
Al siguiente timbrazo,
volver a empezar, con el consiguiente terremoto de ruidos, de empujones, atascos
y patadas a las paredes. Mientras los profesores aguardaban en los burladeros
de madera que se habían construido después de que la profesora de Filosofía
hubiera sido atropellada y arrastrada por una de las escaleras, desparramando
la bibliografía que tenía preparada para la inestimable clase existencialista
de Heidegger. Los libros aparecieron en la planta sótano, uno de sus tacones en
el primero, pero Purificación no había sufrido tanto, sólo fue arrastrada por
un pasillo, en concreto donde tenía la sede la sección sindical de los
profesores de verificación de actitudes disruptivas de recreos.
El centro se había
construido en los años sesenta, y era fruto de un engaño bienintencionado. El
entonces delegado regional recibió un presupuesto para construir un nuevo refugio
de montaña, pero tras muchos esfuerzos consiguió desviar el dinero para
construir lo que la ciudad necesitaba realmente: un centro escolar. Al buscar
el nombre para tan insigne centro, y debido a que los terrenos estaban situados
sobre una antigua granja de experimentación porcina del ejército, se decidió
darle un adecuado nombre castrense. La comisión formada a tal efecto buscó a
alguien que al menos no hubiera hecho el ridículo o cometido algún acto
bochornoso inconfesable en los últimos cincuenta años de la historia militar
del país. Costó lo suyo, pero al final Florencio Farfollo Campaña cumplió con
los criterios, tal vez por su absoluta inutilidad y su tendencia a la obesidad
y al alcohol.
Por alguna de esas razones
inconfesables, su excelencia, General Farfollo, no pudo asistir al acto de
inauguración, pero un video grabado en su despacho oficial sirvió para que todo
el claustro de profesores y alumnos, convocado, uniformado y formado, le oyera
durante un tiempo interminable relatando sus más esforzadas y casposas hazañas
cuarteleras. Los alumnos huyeron en estampida a la mitad del alegato. Esa fue
la primera vez que se oyó el trepidar de las escaleras, aunque no sería la
última. La falta de respeto generaba ruido, en este caso retumbar de los
pasillos. Y cuando el grupo se mueve, lo más inteligente es apartarse.
La masa de estudiantes
sólo respetaba a Eusebio. El Conserje. Eusebio era sobre todo una buena
persona. Había conseguido llevar la idea del servicio a unos extremos de
santidad. Y con ello, se había ganado a todo el mundo. Los personajes de otra
época generan sentimientos extraños, pero potentes y sinceros. Y Eusebio
conseguía desde mantener contento al director, Genaro, como atraerse la
atención y el afecto de los estudiantes, pasando por todo el equipo directivo
del centro y su personal de administración.
Con su uniforme gris, tan
pasado como pulcro, Eusebio abría todos los días el instituto. Y después de la
hecatombe de cada día escolar, el buen hombre lo cerraba cada noche, después de
cerciorarse que no quedase nadie dentro. O al menos nadie vivo.
Sólo una mente limpia,
honesta y creyente como la de Eusebio habría sido capaz de asimilar todo lo que
durante su vida profesional había visto. Y hacerlo sin caer enfermo o volverse
loco. Traspasar a imágenes lo que las hormonas enloquecidas de los alumnos
habían podido idear o las explosiones viscerales y desquiciadas de profesores.
Eusebio miraba, y con una mirada paciente, sosegada, … una mirada de otra
época. Lo que él había visto en los pasillos, en los laboratorios, en los
servicios e incluso en el cuartucho de la sala de boletines oficiales, para él
se quedaba.
Pero nadie sospechaba nada
de la otra vida de Eusebio. Entre otras cosas porque todos estaban centrados en
la tragedia laboral de pensar que cada día es peor que el anterior. Y lo peor
de cualquier persona, es no tener esperanzas.
Un instituto tan disoluto
podía asumir un cierto grado de brutalidad, e incluso de lascivia, pero no el
asesinato. Y eso es lo que había caído como una losa sobre el centro. En una de
las guardias rutinarias, la profesora del equipo de terapia ocupacional
curricular, había sobresaltado a todo el centro con un grito estremecedor.
Julio Pérez, a la sazón profesor de literatura, empotrado y chamuscado dentro del
cuadro de mandos eléctrico, miraba y con los ojos bien abiertos a quien se
atreviera a asomarse a la puerta del transformador.
Nadie reparó en Eusebio
que, en la última fila, contemplaba la escena. Mirada fija, y rostro
inescrutable. Mirada de abatimiento. Recuerdo aquel momento, aunque no supe
darle la importancia que tenía. Julio, un buen compañero, permaneció dos días
pegado al cuadro eléctrico porque lo habían descubierto a última hora del
viernes, y el convenio colectivo sindical dice lo que dice.
La noticia corrió como la
pólvora. Los medios de comunicación comenzaron su trabajo y en 24 horas ya
corrían por la ciudad todo tipo de estupideces. Pero Eusebio sólo observaba.
Esa noche llegó antes a su casa, cosa que no quería hacer nunca. Para él era un
verdadero suplicio. Subió lentamente las escaleras, e introdujo la llave en la
cerradura con la máxima suavidad, aunque ya sabía que era inútil. En el
interior le esperaba la hostilidad y el sufrimiento. Arrastrando los pies,
vencido y cansado, logró sentarse en un sillón desvencijado, para aguantar
estoicamente. Duras miradas se posaron sobre él. El militar con bigote le
miraba con especial odio. La Mujer vestida con encajes le desafiaba con
desprecio, y los jóvenes que la custodiaban a derecha e izquierda, sonreían
burlonamente, mostrándole una pútrida dentadura. Todos los días eran iguales, y
Eusebio quería morirse. No podía más. Destruir, era una opción que había
barajado varias veces, sin embargo no había sido capaz de quemar esas fotos y
retratos que había heredado de su madre, y el castigo que esa terrible mujer le
seguía infringiendo era sentirse permanentemente vigilado por esos seres tan
depravados. En el fondo era un mensaje del más allá, recordándole su propia
naturaleza y la sempiterna vigilancia y control. Doña Enuncia había controlado
a toda su familia de forma brutal desde el primer momento, generando la huida
de su marido, y que todos sus hijos escaparan a su enfermizo dominio, salvo el
bueno de Eusebio, que soportó de forma inhumana el taladramiento continuo de su
madre. Y su muerte no le reportó ningún alivio.
La semana en el instituto se
iniciaba además con la celebración del patrón. Pero mientras los sonidos de la
fiesta atronaban en la sala de profesores, otras sombras deambulaban por el centro.
La noche daba un buen cortinaje para los que querían pasar desapercibidos, y
varios personajes embozados se escurrían entre los pasillos para terminar en el
despacho del secretario que habían abierto sin el mayor problema con una llave
maestra. El primero que entró y se sentó en el círculo era Celso, profesor de
pixelación, del departamento de inmersión lingüística bipolar, al que las demás
sombras parecían rendirle un cierto respeto. Celso era el prototipo de sujeto
tóxico barnizado con una doble capa: una de pseudo intelectualidad y otra del
sudor vitrificado que brillaba entre sus ricitos. Las sombras se movieron por
la habitación y formaron un círculo entre la oscuridad. La vela encendida por
Tina, la profesora de autodidáctica del desconocimiento, desentrañó muy
levemente a un grupo de compañeros, y que se mostraban aparentemente
preocupados.
Hemos sufrido un sabotaje,
o al menos algo se nos está escapando. Es una desgracia. Ese profesor, Julio,
nos tenía enfilados. Estaba a punto de enfrentarse con nosotros e íbamos
inevitablemente a un conflicto. Otra voz dijo: Además ya tenía formado un
equipo con otros profesores adversos a nosotros, como los de Matemáticas,
Historia, Lengua y Física y Química, y casi convencidos a otros de Ciencias
Naturales e idiomas. La amenaza de las materias arcaicas, reaccionarias y
fascistas, la memoria del pasado que hay que dinamitar.
Un murmullo susurrante se
inició con la misma velocidad que se apagó.
Sí, tenemos identificados
a todos nuestros enemigos. A los enemigos de nuestras ideas, pero nadie ha
contemplado jamás ninguna agresión, y menos la muerte de alguien. Esto no tiene
sentido, y ninguno de vosotros creo que tiene además el valor de hacerlo,
porque sois fundamentalmente cobardes e inútiles. Este acto es una aberración
disruptiva fuera de toda lógica.
Los murmullos se
extendieron por el círculo, aprobando las últimas palabras. La Inspectora de
bilingüismos actitudinales puntualizó: además, igual ahora se ha creado un
héroe, y lo peor de todo, lo que me horroriza, es que ese asesinato no figura
en la programación general del Centro. Todos los componentes del siniestro
círculo asintieron. Todos y cada uno de ellos eran profesores fruto de las 16
reformas escolares aprobadas y derogadas en los últimos 12 años: profesores de
luminosidad virtual, de pedagogía del desconocimiento, de programas
curriculares adversos, de apoyo premenstrual y de teoría del semoviente
inducido. Loli, una de ellos, apuntilló la conversación de forma definitiva: “todo
esto ni siquiera estaba contemplado en la programación de aula”. El silencio se
hizo tumba.
Eusebio no estaba
presente, pero conocía a todos y cada uno de los miembros del círculo. Su
trabajo era abrir y cerrar, y había pasado desde la ley de Educación con la que
él había estudiado en los años cincuenta, a la escatología pseudo pedagógica de
las últimas reformas, cuyo objetivo era conseguir cada año alumnos más
imbéciles y más dóciles ante el poder, pero bajo un lustroso traje de izquierda
alternativa. Eusebio, cuya ideología se había fraguado férreamente durante la
época más reaccionaria (nunca quiso abandonar su uniforme de conserje) tenía
más conocimientos sobre los jóvenes, que la mayor parte de las autoridades
educativas. Era cuestión de práctica y de vocación.
Eusebio sabía de las
artimañas del círculo de estos charlatanes para arrinconar las asignaturas
llamadas tradicionales; les conocía además porque muchos de ellos habían sido a
su vez alumnos del instituto. Les había visto llorar, y les había secado los
mocos con su pañuelo, y también les había visto crecer y como asomaban sus
primeros bigotillos y ponerse sujetadores y rellenos. Y luego les había visto
frustrarse y gangrenarse con tanta teoría que, a su entender, estaba pudriendo
la sociedad.
Sentía una gran lástima
por ellos, pero a la vez le causaba miedo. El militar del bigote, que seguía
mirándole fijamente, parecía decirle que actuara. Pero otros ojos lo ofuscaban.
No le dejaban pensar. Y ahora el muerto. Y no conseguía recordar nada de lo que
hizo esa tarde. No lo conseguía, aturdido por la mirada burlona del joven que
acompañaba a su tía abuela.
La siguiente jornada, era
además, un momento complicado para él. Era su último día de trabajo. No podía
continuar con más de 70 años.
Germán, el director, había
previsto un pequeño acto para entregarle una placa. Hubo un cierto debate.
Primero se pensó en una placa de plata, pero el precio lo desaconsejó. Luego se
miró la de alpaca, pero tampoco nadie parecía dispuesto a colaborar tanto. A lo
sumo, lo más que Puri vio meter en la caja de recaudación fue 5 euros, y no
todos lo hicieron. Al final dio para una superficie de metacrilato, de esas que
para ver lo que pone tienes que ponerla a contraluz, y con una leyenda tan
birriosa como el material.
Eusebio, acudió ese día
hundido, no había dormido y no conseguía recordar lo que había pasado el día
del asesinato.
En el despacho del
director, unos 15 profesores esperaban para cumplir con Eusebio, y estaban
dispuestos a gastar 5 minutos para agradecerle sus 45 años se servicio. Unos
más que otros. Del sector tradicional estaban todos, y de la nueva secta de la
lumpen educación, su líder espiritual.
Eusebio se sintió morir
ante ese examen, no conseguía moverse con soltura y no conseguía recordar, no
conseguía recordar. Las gotas de sudor caían por su camisa bien planchada, y la
corbata evitaba que entraran libremente por la espalda.
Germán pronunció unas
palabras de compromiso, aplausos, miradas de todo tipo, comentarios, y el
abrazo final. Eusebio se acercó forzado a culminar la pantomima, y fue el
abrazo más horrible que nunca recibió. Germán, al oído, le susurró: Eusebio,
por favor no lo cuentes, tenemos que adaptarnos a los tiempos, tú fuiste
testigo y debes ayudarme, necesito tu silencio.
Eusebio nunca había contado
a nadie que tenía una discapacidad. Bueno, una discapacidad al menos legal,
porque su coeficiente intelectual no llegaba a 60. Sin embargo, años de trabajo
y años de observación, le habían convertido en una persona en cierto modo despierta
y conocía el alma humana como nadie. No había nada como observar a los
estudiantes, sus idas y venidas, sus peleas y amores, sus confidencias, … ver
la vida, siempre rejuvenece, y eso hizo a Eusebio más sabio y más experto en el
análisis de las personas que muchos profesionales. Su miedo a quedar mal, forjó
su timidez, y su complejo ante los demás, hizo que se volviera con los años un
hombre callado y observador.
Pero también tenía una
determinación. Todo el mundo la tiene. Y Eusebio mucho más.
En su cabeza, adobada con
las noches que llevaba sin dormir, iban confluyendo de forma absurda
informaciones contradictorias y surgían ideas peregrinas. Pero de pronto se le hizo
la luz, y fluyeron los recuerdos en cascada. Pudo ver como Germán y Celso discutían,
y que algo raro se podía sospechar de sus gritos. No eran cuestiones
profesionales las que tocaban, sino personales, y además muy íntimas. Como en un
sueño vio a Julio aparecer en la escena, seguido por Tina, y como los que
discutían se quedaban asombrados de verlos salir del cuarto de los boletines
oficiales, casi a media noche, y claro, con la ropa mal abrochada. El ambiente
se electrizó y estalló la tormenta de celos, cuando Tina empezó a golpear a Celso
por engañarle con Germán, pero con tan mala fortuna que empujó a Julio, que
todavía tenía el pantalón mal colocado y resbaló, empotrándose en medio de un
oloroso chasquido contra la caja de empalme de cables. Visto bien, no es una
mala muerte morir en una caja de empalme, y además frito.
Todo pasó como un sueño.
Pero finalmente la memoria había desvelado sus secretos. Todo fue un segundo.
Eusebio, que había
permanecido estático durante toda la ceremonia de despedida, se acercó con
sigilo a Germán y le dijo en voz muy baja: “Por supuesto que no hablaré, pero
con una condición …” y susurró algo en sus oídos.
A Germán le cambió la
cara, pero armándose de valor asintió.
Eusebio sonrió y
rejuveneció diez años en su rostro, que se llenó de felicidad. Años que le
vendrían muy bien, porque le acababa de arrancar al director que podría
permanecer en el Instituto otros diez años más.
Eusebio salió de la sala
de reuniones con una sonrisa de oreja a oreja, pero antes de abandonarla, tiró
sin ningún disimulo la placa de metacrilato a la papelera, ante la mirada atónita
de la representación del claustro de profesores.
¡Que hermoso es el trabajo¡