Marilyn ya no está aquí
Giovanni, descendiente de emigrantes italianos, era rubio y alto, de rasgos toscos y fuertes, labios semi gruesos, nariz alargada y unos pequeños pero llamativos ojos color miel: y como tantos otros, era un adolescente en vías de rebelión. Su padre, herrero de profesión, le enseñó la ardua labor de moldear los metales y hacer de ellos arte. Lo que su progenitor ignoró es que este pequeño joven sería la llama viva de la anarquía. A los dieciocho comenzó a recorrer el camino que, según decía, sellaría su liberación: ácido, cocaína, marihuana, alucinógenos; además de probar todos los derivados de éstos, amó el sabor que le propiciaba el alcohol; el de las cervezas en específico.
Pertenecía a un clan que se autodenominaban los amantes de Marilyn Monroe, donde profesaban la inefable belleza de la fémina en medio de sus encuentros clandestinos en cementerios. Uno de sus pensamientos más recurrentes era qué se sentiría descifrar a una mujer como ella. Luego de un porro y otro, gritaban su amor hacia ella como un objeto de divinidad. Fueron muchas las noches que se reunieron a practicar la rutina de idolatrarla, hasta que ocurrió lo que jamás pensaron: Marilyn había muerto. Esta noticia, naturalmente, afectó de manera significativa a todos, en especial a Giovanni. Él se sentía perdidamente enamorado de ella, y no aceptaba, por más droga que consumiera, que su amor platónico estaba muerto. En estado de negación, decidió robar todas las cruces de las lápidas memoriales de los muertos del cementerio del carrizal; despegó una por una y las llevó todas a su casa. Hizo de su habitación un fuerte dedicado a invocar a la mujer más bella que existió. Su cuarto, con más de cien cruces distribuidas en las paredes y luces rojo fluorescente; y se armó de cuanto perico estuvo a su alcance para comenzar el ritual de invocación. En el trance de más de 15 gramos cayó en un profundo sueño, uno que se convirtió en pesadilla pues las almas reclamaban la pertenencia de esas cruces robadas. Se abalanzaron sobre él imprimiendo gran presión en su pecho al punto de asfixiarlo como castigo por hurtarle a los muertos. Giovanni, en medio del terrible sueño lúcido, veía claramente las caras de los cien muertos que estaban encima de él. En su afán por despertarse y respirar, tomó la fuerza necesaria para alejar poco a poco a las almas enardecidas de rabia. Culminó la pesadilla, respiró y se dio cuenta de que el sudor le corría por todo el cuerpo. Se levantó, descolgó todas las cruces de la habitación y las echó a la sala. Volvió a dormir con la decepción de que entre tantos muertos que vio, Marilyn no estaba ahí.