DON
Don –así lo llama la
geriatra–, gasta un cuadernillo de sopa de letras cada cinco días. Curioseo.
Veinte palabras a buscar y siete halladas. Papá –así lo llamo yo–, ¿y las
otras? No están. Señalo “vestido”. Tacha. Para una que se me ha escapado, añade
mirando la numérica esfera. Pues “na” hora de comer.
Juego de cartas en la
tarde del domingo. Reparte Don. Mira que se le da bien, no parece que tenga la
memoria así, cuchichean sus compañeros. Él lo oye. Sordo no está. Adjudicada la
última, sus ojos buscan el minutero. A las siete tira los naipes y se levanta.
¿Qué pasa?, preguntan todos. Pues “na”, que es la hora del paseo.
Los bancos de madera
en silencio. Nadie mueve su artrosis. Don mira y remira el reloj de pulsera.
Son las nueve ya, hora de cenar, dice. ¿Tienes hambre marido? –así lo llama
ella–. Qué va. ¿Pues entonces? Pues “na”. Que si mengano ha muerto… que bla y
bla… Y tú que opinas Bernardo –así lo llaman en el pueblo–. Pues “na”, qué voy
a opinar, que peor que la muerte es la espera. Calla y vuelve a mirar el reloj.