El ritmo del mundo
Él era un relojero, humilde,
sereno. Su rutina no solía variar: despertaba, trabajaba en sus relojes y
volvía a su lecho. No comía, no dormía, siquiera; se recostaba y observaba con
los oídos, escuchaba con los ojos, y se detenía a pensar en sus relojes de
mañana.
Había un «tic tac» que no lo
dejaba pegar el ojo en la fría oscuridad. Constante, incesante. El ritmo a
veces variaba. A decir verdad, el relojero había notado que con el pasar de los
años, el compás se ralentizaba. Él sabía a qué se debía, pero era un secreto.
Un secreto entre él, y el peso del mundo.
Mientras el reloj corriera,
el mundo estaría bien. Mientras el hombre meditara, razonara, todo estaría en
orden. El ritmo del tiempo sería constante, incesante.
Y el relojero, confiado, un
día decidió acostarse y observar. Y de un momento a otro, el «tic tac» cesó, y
el universo se rompió.