Lo esencial es invisible a los ojos.
Estaba nerviosa. El pasillo era largo, había demasiada gente.
Conforme se acercaban a mí, sentía que me quitaban el oxígeno.
No podía respirar.
“Lo esencial es invisible a los ojos”, leí en alguna parte. No lo entendía.
Me senté junto a la pared y esperé a que todo el mundo se fuese. Era un hospital, seguro que ellos tampoco querían estar ahí. Veía cómo caminaban sin rumbo… eran almas en pena. Miradas vacías, dolor en vena.
¿Cuál sería su historia? ¿Por qué estaban ahí?
Yo estaba de visita, ¿alguno sería paciente? Estaba claro que sí…
Estaba naufragando entre mis pensamientos y de pronto le vi. Era un muchacho en silla de ruedas. Intercambiamos las miradas, y sentí un pinchazo en el estómago. Sentí un vínculo muy fuerte con aquel joven. Como si ya nos conociéramos, como si supiéramos todo el uno del otro. Me comenzó a importar. ¿Quién era aquel joven? ¿por qué me había sonreído cuando parecía que se estaba muriendo de dolor?
Pensé muchas cosas, quizá demasiadas. Quería saberlo todo de él, sin embargo… no sabía como acercarme sin que pareciera que era una acosadora, así que lo dejé pasar. Me fui. Necesitaba estar sola.
Conforme fueron pasando los días, miraba a otras personas y no sentía nada. ¿Por qué con él había sido diferente?
Quizá no todas las preguntas tienen respuesta, pero… ¿y si sí? ¿y si habíamos compartido otra vida antes? ¿y si nos habíamos visto cuando éramos pequeños? ¿y si es verdad que existen líneas paralelas?
¿Por qué sentía ese vínculo con algunas personas, y con otras no?
Entonces entendí aquella frase: “Lo esencial es invisible a los ojos”. Todos nosotros creemos en el wifi, que es algo que no vemos con nuestros propios ojos, pero si nos dicen que existen los fantasmas, tachamos al “otro” como un “loco”, o creemos que nos está gastanto una broma.
Nos fijamos en el físico, pero nos enamoramos de la mente. De las ideas, de lo invisible.
Vemos una manzana, pero no vemos todo el proceso mediante el cual ha salido adelante. No vemos la semilla, vemos el fruto.
Como cuenta la leyenda del hilo rojo, yo siento que estamos conectados a unas determinadas personas, y que no importa lo enrevesado que esté nuestro “hilo”, siempre volvemos a encontrarnos.
Por eso decidí dejarme llevar. Me puse a andar, sin saber a dónde me dirigía, y acabé sentada en un parque. Cerca de una fuente. Me puse a leer, y entonces ocurrió algo extraño.
Enfrente de mí, había un chico leyendo el mismo libro que estaba entre mis manos.
Una vez escuché que si alguien lee el mismo libro que tú, es porque ese libro te está recomendando a alguien. Así que dejé la timidez aparte, y me acerqué. Quería decirle que me alegraba de ver a alguien leyendo en pleno mes de enero.
Me tropecé y acabé con la cabeza muy cerca de su rodilla. Sentí cómo el rubor se apoderaba de mí. Respiré hondo, y levanté la cabeza.
No lo podía creer, aquel hombre era el mismo que había visto en el hospital. No parecía el mismo. Ya no estaba en silla de ruedas, y su aspecto era mucho más sano.
Volvimos a conectar nuestras miradas, y el mundo se paralizó.
-¿Nos…. nos hemos visto antes? -dijimos los dos al mismo tiempo, con la certeza de que habíamos compartido muchas vidas antes, aunque no pudiésemos recordarlo.