El riesgo compensa
La puerta de la habitación estaba completamente abierta. Una solemne oscuridad cubría la estancia. En el centro, una cama ocupaba la mayor parte de la sala, y en ella un anciano dormía flanqueado por dos barandillas. Tres fotos de juventud, algunos libros y el reloj de su padre, eran los únicos recuerdos que conservaba de toda una vida.
La ligera luz de una linterna por el pasillo comenzaba a reflejar una cierta claridad en la habitación, hasta que finalmente, la auxiliar que hacia la ronda se aproximó a la cama y con un experto movimiento del anciano, comprobó si necesitaba o no cambiar el pañal que llevaba. En esta ocasión había tenido suerte, no era necesario.
Una segunda luz se aproximó a la puerta y en un tono no precisamente sigiloso, le dijo a su compañera:
–¿Qué tal? ¿necesitas ayuda con este?
–No gracias, parece que hoy aguantará toda la noche. –respondió en un tono más adecuado para la ocasión.
–Pues menos mal, con lo gruñón y malhumorado que es, lo último que me apetecía era aguantar sus impertinencias a estas horas. –volvió a comentar la auxiliar del pasillo.
–Habla más bajo, que ya sabes que siendo tan tarde se escucha todo. –dijo la auxiliar alejándose de la cama y saliendo de la habitación.
–¡Pero si están todos sordos, qué más da! –se defendía mientras se alejaban por el pasillo hasta la próxima habitación.
Poco a poco la luz del pasillo fue desapareciendo, a la vez que las auxiliares se iban alejando. Una vez que la oscuridad volvió a la habitación, el anciano que estaba en la cama abrió ligeramente un ojo. Muy sutilmente comprobó que no había nadie más, y una vez confirmado, se incorporó en la cama.
–Ya les daré mañana gruñón malhumorado, pienso mearme por toda la habitación. –se susurró para él mismo.
Con movimientos lentos y pausados, con los que iba recuperando el poco aliento que tenía, consiguió llegar resbalándose con el culo hasta los pies de la cama, único espacio que las barandillas no cubrían. Cuando llegó al borde, primero dejó caer una pierna y después la otra. Después de pensárselo durante varios segundos, hizo acopio de todas sus fuerzas y valor, y con un pequeño salto, logro poner los pies en el suelo. Afortunadamente para él, lo había conseguido sin caerse ni romperse ningún hueso.
Una vez logró ponerse recto para caminar, comenzó a dudar con dos ideas que se le pasaban por la cabeza: ¿cogía el oxígeno para esta aventura? Y ¿Qué era mejor llevarse, el bastón o el caminador? La primera idea la descarto, aunque le hacía falta, seguramente iría más lento y haría más ruido (en la vida hay que tomar riesgos, ¿no?) y la segunda idea, después de sopesarlo mucho, eligió el bastón (el caminador chirriaba ligeramente, cosa de la cual volvería a quejarse mañana sin falta).
Asomando la cabeza por la puerta de la habitación, comprobó que las auxiliares se encontraban en la sala donde hacían los registros, lugar donde estarían bastante rato contándose lo estúpidos que eran sus maridos. El anciano salió de su dormitorio en la dirección contraria de donde estaban las auxiliares y con paso lento y tembloroso, encaminó su viaje hacia la escalera.
Cuando llegó al primer escalón, su respiración ya empezaba a entrecortarse. El anciano paró para valorar el gran reto que se le presentaba en ese momento (¡que es la vida, sino un gran reto!) Ayudado por el bastón, comenzó a subir la escalera que llevaban al piso superior, parando para respirar en cada uno de ellos, en los doce escalones.
Treinta minutos después, logro llegar a la cima (¡sé que todo esto merece la pena!). Esa planta también estaba totalmente a oscuras. Con el ligero reflejo de las señales de salida de emergencia, consiguió encaminarse por el pasillo que llevaba al final de su aventura. Los nervios de esta fuga nocturna hizo que en varias ocasiones se tropezara y estuviera a punto de caerse, cosa que finalmente no paso afortunadamente, ya que la última vez tuvieron que ponerle una prótesis de cadera muchos meses atrás.
El miedo a ser descubierto estaba cada vez más lejos, ya que estaba muy cerca de su destino. Finalmente llegó hasta la puerta que tenía una cartulina roja en la puerta. La abrió tan lentamente como había hecho todo el camino, y entró.
Su respiración cada vez era más acelerada, le faltaba oxígeno y el esfuerzo lo estaba padeciendo ahora. En plena oscuridad de la habitación confirmó que era exactamente igual a la suya; la ventana a la izquierda, el armario de doble puerta, el escritorio, la silla y la cama. También había tres fotos, a las cuales se acercó con mucha parsimonia, cogió una de ellas y suspiró. Seguidamente cogió la silla y la arrastró sin ningún sigilo hasta que estuvo al lado de la cama. Soltando el bastón, se sentó rendido después de tanto esfuerzo y con pulso tembloroso alargó su mano hasta que cogió las manos de la persona que estaba en la cama.
La anciana que reposaba en ella lo miraba atentamente, y en el momento que sus miradas se cruzaron ella le dijo:
–Matías, ¿Dónde estabas?
–Siempre a tu lado, mi amor, siempre a tu lado.