La chica de ojos tristes
Como cada mañana, Raúl salía de su casa para
ir a trabajar a las siete de la mañana. Cada día el mismo trayecto y cada día
coincidía con las mismas caras en el autobús. Siempre el mismo conductor, el
mismo viaje y el mismo trabajo. Su rutina diaria no cambiaba; fichaba su
entrada, introducía datos en el ordenador, a las once de la mañana tomaba un
café sentado solo en la mesa de la sala de personal, volvía al ordenador, comía
a las dos en punto y media hora después volvía al trabajo hasta las seis de la
tarde, que entonces volvía a su casa, nuevamente en el mismo autobús de
siempre, coincidiendo con las mismas personas de siempre. Esta rutina día tras
día.
Sin duda, era un tipo gris y rutinario. Cada
acción que emprendía estaba totalmente planificada de antemano, y su vida
funcionaba como una fábrica de montaje, cada sección hacia únicamente su
trabajo, y solo su trabajo.
Un día cualquiera, de una semana cualquiera,
al subirse en el autobús de las siete de la mañana, a Raúl le llamó la atención
la silueta de una persona que no reconoció sentada en la parte posterior del
autobús. Normalmente él subía, y con la cabeza agachada, se agarraba de la
barra cerca de la puerta, y no se movía, ni levantaba la mirada hasta que
llegaba a su parada. En esta ocasión no fue así. Levanto la mirada para poder
identificar la silueta y se quedó mirándola un rato, y como si fuera un niño al
que acababan de echarle una reprimenda, bajó la cabeza a la vez que entornaba
los ojos para mirar hacia el fondo disimuladamente. Tuvo una sensación de lo
más extraña en su estómago, su corazón empezó a latir más fuertes y sus manos
comenzaron a sudar, pero Raúl no soltó su barra, y cuando llegó a su parada, se
bajó para ir al trabajo. Ese día volvió a meter datos en el ordenador, tomo su
café, continuó trabajando, comió, y una vez acabó de trabajar, volvió a su
casa, pero no fue como siempre. Algo en su cabeza no dejaba de pensar en esa
silueta, la de una chica hermosísima sentada en el autobús, envuelta en un aura
de tristeza.
A la mañana siguiente continuaba pensando en
ella y se preguntaba si volvería a encontrársela. Cuando llegó su autobús,
subió y miró al fondo del vehículo, y allí estaba ella, hermosa y triste, como
el día anterior. Raúl se ubicó en el lugar de siempre e intentaba mirarla
disimuladamente. Esta nueva rutina se repitió durante varios días, y la
sensación extraña del estómago cada vez era más fuerte.
Una noche se planteó que tenía que intentar
conocerla, y así empezó a actuar a la mañana siguiente. Cuando subió al autobús,
en vez de colocarse en su lugar de siempre, se acercó ligeramente a donde
siempre se sentaba la chica de la mirada triste. De esta forma, día tras día,
finalmente llegó al asiento donde estaba ella. El primer día no fue capaz de
pronunciar palabra alguna, la respiración se le entrecortaba y las manos le
sudaban como nuca antes lo habían hecho. La situación se repetía cada mañana, y
la proximidad hizo que se fueran cruzando algunas miradas, donde él pudo ver
los ojos más bonitos y tristes que había visto nunca. Un día reunió todo el
valor que tenía en lo más profundo de su alma y dirigiéndose a ella le dijo:
–
Buenos días.-
Ella, levantó la cabeza e hizo un intento de
sonrisa, y cuando parecía que no iba a responderle, le contesto.- Buenos días.-
Raúl sintió como se calentaba todo su pecho,
sumergiéndose en un pequeño trance de bienestar que lo envolvía todo.
En los siguientes días, las palabras que se
cruzaban iban en aumento, llegando a conversar los treinta minutos que duraba
el recorrido que hacia Raúl. Está rutina se convirtió en su mejor parte del
día, deseando que el resto del día pasara pronto para volver a verla a la
mañana siguiente. Así fue día tras día y mañana tras mañana, ella le reservaba
su asiento contiguo para que pudieran conversar con tranquilidad y sus ojos,
que antes expresaban únicamente tristeza, se iluminaban cada día a las siete de
la mañana cuando él entraba en el autobús.
La vida tan planificada que realizaba Raúl,
fue rompiéndose poco a poco, conversación tras conversación. Ya no le preocupaba
fichar a su hora, ni tomar el café de forma autómata, dejando a un lado la idea
de que su trabajo fuera el centro de su vida. La chica que antes tenía los ojos
triste le enseñó que la vida era más que todo eso, que tenía que aprovechar
cada momento y disfrutar de las sorpresas que te pudiera deparar, dejándose
llevar por ellas. Él fue cambiando poco a poco, dejando como única rutina coger
el autobús a las siete de la mañana, para poder ver a la persona que tanto le
había enseñado. En su interior, Raúl pensaba que él también le había aportado
cosas. Él notaba como esa aura de tristeza había desaparecido, y como esos
preciosos ojos se iluminaban cada vez que subía al autobús, y como esos ratos
juntos eran lo más deseado por los dos.
Después de mucho tiempo, Raúl tomo conciencia
de sus sentimiento y decidió que iba a expresárselo a quien, sin lugar a dudas,
se había convertido en la persona más importante en su vida. Ese día se vistió
con su mejor camisa y fue a esperar el autobús armado de valor. Tal y como ella
le había enseñado, tenía que hacer lo que sentía, ser espontaneo, y así había
pensado hacerlo. El Autobús de las siete de la mañana llego, puntual como
siempre, y Raúl, con un ligero temblar de piernas, se subió en él, pero allí no
estaba ella. Hechó un rápido vistazo y antes de que se cerraran las puertas,
volvió a salir a la marquesina. Posiblemente hoy se le hiciera tarde, pensó él,
pero era algo que, en tanto tiempo, nunca había pasado. Espero que pasaran
varios autobuses más, asomándose en cada uno de ellos, sin que tuviera la
suerte de encontrársela, y finalmente monto en uno de ellos pensando en lo le
que podría haber pasado a la chica más hermosa que había visto nunca.
Pasaron los días, las semanas y los meses, y
Raúl cogía cada día el mismo autobús de las siete de la mañana. Su vida fue
cambiando gracias a las enseñanzas y consejos que recibió de ella; cambió de
trabajo, hizo nuevas y buenas amistades, y logro una vida plena donde la única
herida que nunca cicatrizó fue que jamás pudo volver a ver a la chica que una
vez tuvo los ojos triste. Siempre la tuvo en el pensamiento, y nunca entendió
por qué desapareció de esa manera, y a pesar del daño que le causó, siempre la
recordaba con el cariño más puro que su corazón podía ofrecer.
Lo que Raúl no sabía, era que ella tenía un
motivo para esa tristeza. La enfermedad que le habían diagnosticado la conducía
a su final en muy poco tiempo, cosa que nunca le conto. Tampoco le contó que,
después de un tiempo, ella no tenía necesidad de coger ese autobús, ni que
gracias a él, había afrontado los últimos meses de su vida con la fortaleza y
la ilusión de volver a sentir las mariposas en el estómago que tanto tiempo hacia que no sentía, y que
pensaba que nunca más volvería a sentir. Lo que Raúl no sabía es que la chica
de la mirada triste, finalmente se fue con el corazón lleno de amor gracias a
él.
Hermoso tu escrito. saludos cordiales.