Estatuas vivientes
Tarde de domingo con sol furioso. Caminata
por el centro de la ciudad. Paseaba sola al alma mía.
Gente en medio del parque no era novedad;
aún así, me abrí paso. Decían: “¡Qué desperdicio poner ese adefesio en vez de
la fuente!”. “¿Fuente? Allí estuvo un héroe”. “Es arte ‘moderno’, o sea, de
moda, pues, ‘subrrealista’, ‘extracto’”.
Maravillada, me preguntaba: “¿esto es
real?”. Un bello hombre de mármol —no cualquier hombre, no cualquier mármol—
había sido colocado en el cemento y en mis ojos. Pero, recién llegado y ya era
víctima de críticas y rechazos. Oh, veo tu belleza aunque soy miope; miope,
pero no tanto; tanto, pero no tonta.
Entonces, reí por dentro y sonreí por fuera.
Solo yo parecía reconocer tal monumento. Pensé en Adán. Perfecto. Era
encontrar el paraíso con fruto prohibido. De inmediato, disimulé para no atraer
“Evas” e insulté la idea de colocar una estatua en el centro del parque de mi
capital.
Luego, dibujé letreros: ¡Repongan al héroe! Y junté a cuatro señoras, previo pago, para
que protestaran conmigo “espontáneamente”, y cada vez más fuerte: “¡Repongan al héroe, al héroe se respeta!”. Creo que fueron dos
horas, dos horas en la que esforcé mi voz. Una mala idea si al día siguiente
tienes ensayo… Ah, olvidé decirlo, soy cantante.
Luego, envié un
mensaje de texto diciendo que no podía ir al siguiente día. Al
final, agregué una
carita triste y una enferma.
“El parque es de todos”, dice el alcalde;
pero la estatua es MÍA, porque lo dije yo primero y lo dije YO primero…
Esto me remonta a mi infancia.
Con este recién
llegado —invasor del parque—, mi rutina cambió: limpiaba la estatua del
desperdicio de las palomas, me tomaba fotos a su lado desde todos los ángulos,
me sentaba en la banca cerca a ella para recitarle en voz baja mis poemas mal
hechos. Y el “hombre roca”, tan imponente —un día no
bastaba para ver todos sus detalles y formas—, extendía sus brazos tan solo
para mí.
También barría a su alrededor y le sacaba
brillo a su placa. Después, por las noches, la lluvia parecía infundirle de
poder, mientras otros temblaban y encogidos caminaban. Entonces, además espantaba a los borrachos
que querían hacer de los pies de mi estatua su almohada. Y es que allí dormía
yo y le silbaba canciones. Y a mí me silbaba el pecho; do de pecho. Soy
musical. I’m sorry.
Celosa de las avecillas, que, posadas en sus
hombros, me “amenazaban” con llevárselo lejos de mí, me envolvía la pena. Pues,
entonces quedaría un vacío en el cemento y en mi corazón, y otra vez el eco de
aquel dicho: nadie sabe para quién trabaja.
Le cantaba bajito canciones de desamor y mis
siestas las hacía acurrucada en el cemento calientito por el sol. Mientras, mi
cabello y uñas crecían y mi ropa envejecía. Y es que había hecho del parque mi jardín,
y del “hombre roca”, mi ídolo. Luego, cuando creí que todo estaba bajo control,
decidí ir a mi antigua casa para traer herramientas, utensilios, mantas, agua.
Misma mochila de emergencia.
Como perdí mis llaves, tuve que entrar por
el techo, rompiendo vidrios. No me había dado cuenta de que mi mano sangraba
hasta que sonó mi celular. Un mensaje más que se sumaba a otros tantos y doce
llamadas perdidas: ¿Dónde
estás? Viajo mañana a Brasil. Tomemos un
café a
las 7:00 p.m. Marquinho.
Devolví la llamada, pues se trataba de un
amigo muy querido, aunque olvidado. Tomar un café, ocasión propicia para
contarle de mi nuevo descubrimiento.
Siete en punto en la puerta de mi casa, y
sin invitarlo a pasar, e interrumpiéndole el saludo, ya me lo llevaba fuera.
—Te quiero mostrar el motivo de mis
ausencias y silencios.
—Yo también te extrañé, querida. ¿Cafezinho
o helados?
—¡Helados! Ya sabes cómo soy. No llamo, no
visito… Esto lo hago porque te vas mañana; entonces, cómo decirte “no”.
—Si quieres, vamos a las galerías que quedan
cerca; luego, unos helados, y, helados, caminamos bajo la lluvia.
— O podemos CANTAR bajo la lluvia.
—Si quieres.
Cuando llegamos al parque, los faroles
hacían verlo en todo su esplendor.
—¿Qué te parece mi reciente hallazgo? No te
resientas si lo quiero mais que a você.
—Bueno, en
Brasil hay una como esta, muy conocida.
Soltándome de su brazo, fui hacia mi ídolo,
pues quería abrazarlo antes de irme con Marquinho. Pero, de pronto, frente a
nuestros ojos, la estatua se movió y se fue convirtiendo en un gigantesco
monstruo de mármol, mientras lanzaba un grito de odio de otro mundo. Luego,
empezó a venir contra mí, que horrorizada, empalidecí de inmediato. Marquinho
me tomó del brazo y, raudo, me sacó de allí.
Mientras corríamos, no aguanté la curiosidad y giré, vi cómo la estatua
iba destruyendo los jardines, matando avecillas a su paso, derrumbando árboles
y cada vez acercándose más a mí. Seguimos corriendo y corriendo, y cuando giré
una vez más, vi cómo, poco a poco, la estatua se desintegraba, convirtiéndose
en una vereda de mármol.
—¡No voltees, sigue corriendo!
—Ya no. —Y
señalé la vereda.
Todavía en shock, cogidos de la mano,
Marquinho y yo llegamos al café más cercano. Pidió dos café cargados y no sé
cuánto tiempo estuvimos allí. Me habló de historias de estatuas vivientes y
otros temas, moviendo mucho las manos. Así, poco a poco me fui calmando.
Yo lo escuchaba con asombro de niño. Él
siempre había estado allí para mí. Entonces, como por vez primera, lo vi. ¡Lo
redescubrí! Vi cómo su rostro empezaba a resplandecer. Y yo, de pronto, ya
estaba al borde de las lágrimas.
Luego, vino una noche de sonrisa de media
luna. Caminamos sobre la vereda de mármol, yo ya no temía. La lluvia había
cesado, pero aún así fuimos cantando:
…Sou
menino e teu amor é que me faz crescer
e
me entrego, corpo e alma, prá você…