HUMO DE CELTAS, LA ROÑA Y LAS RATAS
Centro de Almería
1.973, plaza principal, entre la puerta de Purchena y esa calle que conduce al
cine “Gelu”. Un establecimiento vetusto y añejo, como la mugre que
albergaba.
Aquel local contenía
una neblina de tabaco Celtas que impedía ver su interior; la puerta grande,
siempre abierta permitía saber que la estancia no estaba vacía por el
movimiento de gente que había dentro. Eran borrachos profundos, dentro de estos
había dos tipos: los que bebían finos combinados de
alcohol y refresco y los que tomaban vino, y dentro de los segundos existía un
subgrupo que eran la clientela del local. Borrachos sempiternos que vivían en
la indigencia o muy cerca de ella.
Acudían al local antes de que abran y bebían como agua un perro
sediento, vino peleón, e incluso la especialidad de la casa: los vasos de vino
de recortes, a dos reales el servicio de 250 c.c., vino procedente de la
recogida de los restos que quedaban abandonados en los vasos por los clientes
más exquisitos.
Era el local, una oscura estancia, sin ventilación
salvo la gran puerta de entrada donde la
mugre se acumulaba capa sobre capa a través de los años; un antro inmundo que
parecía sacado de una novela de Sánchez Ferlosio o Vasco Pratolini.
Eran asiduos del local lustrosos roedores de apreciable tamaño,
que llegaban a medir hasta veinticinco centímetros más su larga cola. Estos
aparecían sin disimulo y se acercaban a devorar las migajas que caían de las
roñosas mesas al suelo, no menos roñoso y huérfano de lejía.
Cerraba a medio día y abrían de nuevo a las cinco
de la tarde. Para cerrar las puertas del local rascaban los cantos de los
marcos, con algún cuchillo grande que volvía después a su uso doméstico de
cortar viandas, pan o tocino rancio; a veces bacalao, rancio también, o abrir
algún arenque tras aplastarlo entre el marco y la media puerta que daba acceso
al interior de la barra.
La clientela no se iba, esperaban sentados o
dormitando en los bancos de la plaza hasta que volvían a abrir la bodega.
Al cerrarla, ya oscuro, tampoco se iban todos los
clientes perdiéndose entre callejas. Muchos de ellos volvían a los bancos,
algunos ya no despertaban a la mañana siguiente. Otros eran recogidos por los
camilleros de la cercana “Casa de Socorro” y depositados en el
dispensario de este centro benéfico-caritativo, o eran trasladados a albergues.
Al otro día nada era diferente, nada había cambiado
sustancialmente, simplemente era lo cotidiano, la vida en aquella pequeña
ciudad que lo era entonces. Casi nadie compraba el periódico pero seguramente
tampoco este se hacía eco de una defunción que no pagase esquela. Porque como
ya se dijo:
LAS COSAS QUE PASAN EN BARES INMUNDOS
Y CAFÉS NO LITERARIOS
SON LAS QUE SE ESCRIBEN EN LOS LIBROS
Y SOLAMENTE EN ELLOS