La negra flor
La negra flor vestía de luto sus hojas y se marchitaba a
diario. Su corola estaba desquebrajada, incapaz de protegerla de la incesante
oscuridad en la que parecía estar sumida.
Sus pétalos desconocían el calor del sol, tan solo habían
notado, en alguna ocasión, un extraño rubor provocado por algo similar a un
cálido aliento en la parte inferior de su cáliz.
Se sentía oprimida por un incesante dolor, como quien carga durante
días con una pesada mochila a sus hombros de la que es incapaz de librarse.
Estaba sola en ese planeta hostil repleto del más abrumador
e inexorable vacío. Tan solo sentía en sus raíces tierra humedecida y mohosa,
lo que la convertía en un ser más despreciable para los demás. Su podrida
pestilencia espantaba a cualquiera que pudiese acercarse a ella. Múltiples insectos y mamíferos habían pasado
a su lado sin tan siquiera percatarse de su existencia y otros, habían huido
repelidos por tan espantosa fragancia.
Su lamento era
constante. Qué injusta había sido la naturaleza abandonándola en ese desierto
en el que siempre parecía ser de noche y en el que todo, hasta la propia arena
era de un color grisáceo y lúgubre.
Sinceramente, debo reconocer que, a mí, lo que más me
apenaba de esa fascinante criatura, era ver desde fuera su absurdo pesar. Tan solo
debía erguir su tallo y mirar al sol para poder recoger sus vitaminas y devolverles
el tinte rosado a sus desteñidos pétalos. Únicamente tenía que erguirse
levemente para poder ser percibida por los insectos y animales y para ver al
resto de flores que habitaban alrededor del maravilloso jardín en el que
residía.
A él, sin embargo, lo que más parecía disgustarle de la
triste historia de la negra flor, era que muchos de sus amigos, vivían de la
misma forma que esta sufrida planta. Arrastrando una terrible pena por tener
que vivir con la cabeza gacha.