La marea

La marea

Cae la tarde. Las familias abandonan la playa. Los adolescentes se ocultan bajo las tablas del embarcadero. Un balón perdido es arrastrado mar adentro, hacia un torbellino de plásticos. Un barco hace sonar su sirena cerca de la línea del horizonte. Las risas son ecos. Los castillos no tienen dueño. 
Vacío. 
Sentados en dos hamacas contiguas, una mujer rubia y un anciano prematuro, de rostro cuarteado y cubierto por finas líneas rojas, como pistas de un dibujo que hubiera que completar con un pincel, son los últimos representantes de lo que hace apenas un par de horas era una muchedumbre de arena, bronceadores y sombrillas.
-Me gusta el mar – dice el hombre, entrecerrando levemente los ojos. Después los abre por completo y los cierra con fuerza, en un parpadeo frenético en el que, por momentos, se diría que sus pupilas quisieran huir hacia territorios más seguros -. ¿Eso es el mar? Es el mar, ¿verdad?
-Sí… – masculla la mujer.
Su voz es un anzuelo, y al escucharla el hombre se gira. Las manos le tiemblan, le tiemblan las piernas, su pecho se agita como un pez recién pescado.
-¿Có… mo… cómo te llamas?
Antes de que la mujer pueda responder, un vendedor ambulante pasa cerca de la pareja. Lleva en su mano derecha una nevera y en la izquierda un cartel de heladería que atrapa la atención del anciano, y que, de inmediato, le obliga a tantearse los bolsillos de la camisa y el pantalón en un gesto mecánico. El anciano suspira mientras ve como la nevera se aleja. La mujer mira al anciano y comprime una sonrisa amarga, lacia, como un ovillo de lana que se desmadejara sobre los peldaños de una escalera.
-Si lo adivinas, te invito a un helado. 
El anciano se vuelve de nuevo hacia la mujer.
-Venga, te doy tres oportunidades.
-¿Susana? ¿Teresa? ¿Ángela?
Con cada respuesta la mujer niega con la cabeza, aprieta los puños y araña la arena con los dedos de los pies.
-Pero, ¿por qué? ¿Quién demonios son Susana, Teresa y Ángela? ¿Por qué siempre me dices esos tres nombres? ¿Por qué? 
-No sé. Me gusta como suenan. Sobre todo Susana. A mi primera tabla de surf la llamé Susana, ¿ya te había preguntado cómo te llamas?
-Sí.
-Pues no lo recuerdo.
-Lo sé.
La mujer hunde los pies en la arena hasta los tobillos. Estira los brazos. Arquea la espalda. El sol comienza a ocultarse entre las colinas. El silencio se espesa bajo el compás tranquilo del oleaje.
-Así que estás hecho todo un surfista, ¿verdad?
-Sí – responde el anciano – Antes era muy bueno. Llegué a ser campeón del mundo, nada menos. Campeón del mundo.
-¿Sí? – los ojos de la mujer, encharcados, son dos hogueras. Dos ballestas en tensión a punto de disparar -. Y eso, ¿cuándo fue?
El gesto del anciano se deshace en una mueca agónica, de buceador a punto de ahogarse. Tarda varios segundos en contestar.
-No… no sé – confiesa finalmente. 
-Te contaré algo: el hombre más importante de mi vida fue surfista en su juventud, ¿sabes? Él también le ponía nombres de mujer a sus tablas, pero nunca llegó a ser gran cosa. No como tú quiero decir – aclara la mujer con los colmillos afilados de un depredador hambriento -. No. Tenía un problema. Un  problema muy serio.
-¿Cuál?
-El vodka. A menudo era incapaz de mantenerse en pie ni siquiera en tierra firme, imagínate lo que le sucedía sobre las olas. Tuvo que retirarse muy pronto. De hecho, cuando yo nací, él llevaba ya varios años sin competir.
La marea avanza. Las primeras luces se encienden en el paseo marítimo. Algas, como caricias, abrazan los pies enterrados de la mujer.
-Dime, ¿tú también bebes alcohol? 
-¿Yo? ¡No!… no, no… no puedo… yo… yo soy un campeón. No puedo beber. No, no…
-Ya. Bueno, pues el hombre que te digo se pasaba el día borracho. Cuando estaba sobrio era amable y reflexivo, pero, por alguna razón, él parecía escoger siempre la otra versión de sí mismo. Su mujer decía que era incapaz de aceptar la realidad y por eso bebía. Era un cobarde, en el fondo. Sí, eso es, un cobarde.
-¿Estaba casado?
-Incluso tuvo una hija. Una preciosa niña rubia. Pero casi habría sido mejor que no la hubiese tenido.
-¿Una hija? ¿Cómo se llamaba?
La mujer ríe. Ríe con todo el cuerpo. Es un pequeño cráter a punto de explotar.
-Puedes estar seguro de que no se llamaba Susana. Ni Teresa. Ni Ángela. No. Le pusieron un bonito nombre que su padre nunca pudo recordar.
-¿No? ¿Por qué?
-Para celebrar su paternidad, el hombre del que te hablo decidió darse una gran fiesta. La fiesta definitiva. Y vaya que sí se la dio. Apareció una semana más tarde, encerrado en el baño de un centro comercial, a más de setecientos kilómetros de su casa. Cuando lo encontraron no sabía quién era, ni donde vivía. Ya nunca se recuperó. Nunca, ¿sabes lo que es el síndrome de Korsakoff?
El anciano, repentinamente absorto, contempla el vuelo de una bandada de gaviotas. Una ligera brisa comienza a adueñarse del paisaje. Algunas olas rompen suavemente contra las rocas. Líneas de espuma invaden la costa.
-Lo sufren algunos alcohólicos severos – dice la mujer -, los que han bebido tanto que tienen el cerebro hecho papilla. Los enfermos de Korsakoff no pueden fabricar nuevos recuerdos. Los más graves también pierden muchos de los recuerdos almacenados durante toda su vida. Son como libros que se deshacen entre los dedos, son huellas sobre arena mojada, fantasmas que se inventan casas que nunca habitaron…. o campeonatos en los que jamás vencieron.
-¿Por qué, por, por qué me cuentas todo esto?
-Porque no importa. No importa lo que te diga, dentro de quince minutos te habrás olvidado de todo. Eso es lo peor… sí, eso es lo peor, que ni siquiera puedo hacer que te sientas culpable.
-¿Qué…?
-No puedes imaginar lo que es para una niña que su padre la mire siempre con la expresión de un cachorrillo temeroso. Llevo a tu lado más de treinta años y todavía soy para ti una desconocida, joder.
-¿Cómo, co… cómo te llamas?
-¿Sabes que mamá murió? Cuando cumplí dieciocho años metió la cabeza en el horno. Ese fue su regalo. No lo soportaba más, ¿te acuerdas? No, claro que no. No puedes acordarte. Te leí la carta. No lo soportaba más, dijo. No lo soportaba ni un día más. No se lo reprocho. Yo tampoco aguanto más. Te lo juro. Te juro que cada mañana que despierto deseo que sea la última.
-Yo… yo… soy un campeón, un campeón del mundo.
-A veces tengo ganas de comprar todas las pastillas que haya en la farmacia, o de asomarme al balcón, sería tan sencillo, o de llevarte a otro país, dejarte en la plaza de algún pueblo y echar a correr. Quizá, si me esfuerzo, yo también podría olvidarte, en un abrir y cerrar de ojos. Así, chasqueando los dedos. Quizá…
La mujer nota el sabor de las lágrimas en los labios, y sólo entonces es consciente de que lleva ya varios minutos llorando. 
La mujer se levanta.
La mujer se aleja unos metros. Hay fuego en sus rodillas, podrían abrasarla o llevarla hacia cualquier dirección. La mujer se detiene. La mujer avanza. La mujer se detiene. 
El hombre mira la espalda de la mujer, aterrado, como quien contempla por primera vez un abismo. El viento sopla con más fuerza. Las gaviotas chillan y se lanzan hacia el mar revuelto. De entre las sombras llegan algunos gemidos apagados. Suena una rumba en un bar próximo. El hombre se gira, atraído por la música, y sonríe. Mueve la cabeza al compás. La mujer se da la vuelta. Se seca las mejillas con el dorso de una mano. Extiende la otra hacia el hombre.
-Vamos a cenar, papá, que se hace tarde.
El hombre se levanta con dificultad, como si sus piernas no formaran parte de su cuerpo. Empieza a caminar, y en cada paso vuelca el tronco hacia la izquierda, en una torsión imposible que en cualquier momento podría quebrarlo igual que a una rama seca. 
Avanzan despacio, afrontando en cada centímetro un desafío, dejando tras de sí una estela de pisadas húmedas, que permanecen apenas unos segundos en la arena, para morir rápidamente bajo las olas, sin insinuar ningún rastro de que jamás hubieran existido.
-Me gusta el mar – dice el hombre -. Eso es el mar, ¿verdad?
-Sí – susurra la mujer -, es el mar…



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