La mancha
Mira Natalia
los ojos cerrados de su madre. Mira su boca entreabierta, sus brazos caídos, su
cuello levemente flexionado hacia la espalda y apoyado, como una hoja seca,
sobre el cojín del sofá. Recorre después con el dedo índice de su mano derecha
el perfil carcomido y aplastado de la nariz de la mujer. Comienza en la base,
junto a la cicatriz del labio, y asciende hacia a la frente, desde donde lo
deja caer en una caricia de esquiador lento hasta llegar al párpado amoratado.
Tiene hambre
Natalia, pero la madre no abre los ojos y la niña no quiere despertarla. No
puede, no debe. Sabe que no ha de hacer ningún ruido cuando mamá duerme. Pero
Natalia tiene hambre, tiene hambre, tiene hambre, y papá no está. Se fue dando
un portazo y volverá hablando en un extraño idioma con olor a taberna.
La niña tiene
hambre, sí, y en la cocina ha de subirse a un taburete, y a la encimera, y a un
estante para alcanzar el bote de cacao en polvo. Pero apenas lo roza y el bote
ya vuela, abriéndose sin remedio en el aire, convirtiéndose fatalmente en una
nube marrón sin lluvia.
Con su dedo de
dibujar perfiles, prueba los restos de cacao en polvo acumulados encima del
microondas. No le gusta el sabor. En el frigorífico sólo hay latas de cerveza,
medio limón y un par de bombones de licor que de inmediato desaparecen entre
sus dientes. Una pequeña peca de chocolate en la barbilla devuelve la imagen de
Natalia, momentáneamente, a la infancia. Sabe que la mancha está ahí, pero no
quiere quitársela, prefiere que sea la madre quien se la limpie. Cuando
despierte, mamá cogerá su pañuelo blanco de tela, lo mojara en su propia
saliva, y frotando suavemente el rostro de la niña, como siempre le dirá:
-Limpia,
limpia y brillante como un anillito de diamantes.
Regresa
Natalia al salón. Se mueve despacio
alrededor de la madre. No quiere despertarla, no puede, no debe. Por eso camina
sin apoyar los talones en el suelo. Por eso y porque a tientas busca los
rincones sin cristales en los que poder pisar.
Se sienta junto a la televisión e imagina que
funciona. Juega con dos cucharas convertidas en dos caballos que huyen, pero de
pronto siente frío, y se lleva los puños a la boca y los entierra en su
aliento, y los deja ahí, escondidos, durante horas.
Cae la noche. La niña mira a la madre que aún no
despierta. Y tiene hambre pero papá no regresa. Y tiene hambre, tiene hambre,
tiene hambre. Tiene cuatro años de hambre. Y hunde su cuerpo en la mochila de
la madre, y bucea entre llaves, tarjetas de propaganda, bolsas de plástico y
pastillas, y descubre al fondo un tesoro en forma de barra de labios.
Frente a un espejo Natalia se pinta la boca de
granate watershine. Comprueba su reflejo y decide seguir el trazo de carmín por
la frente y las mejillas y el mentón. Y sonríe. Y saborea ya en su piel la
esquina de tela húmeda con la que su madre la limpiará en cuanto despierte.
Pero mamá sigue con los ojos cerrados, y la boca
entreabierta y los brazos caídos, y el cuello levemente flexionado hacia la
espalda y apoyado, como una hoja seca, sobre el cojín del sofá.
Y entonces la niña decide arriesgar, se acerca a la madre y le recoge el
pelo en una coleta, y la zarandea un momento, pero la madre es una barca
perdida en mitad del mar. Y Natalia se da cuenta de que sus dedos de dibujar
perfiles están enrojecidos, sus dedos de
recoger restos de cacao en polvo y de hallar tesoros de carmín, y busca
el pañuelo de tela en los bolsillos de la bata de la mujer, y cuando lo
encuentra lo humedece un poco con su propia saliva y lo lleva hacia la nuca de su
madre, de la que brota en manantial la sangre, de la que la sangre brota y es
ya un charco en el que hundirse, y la niña roza la herida de la madre con el
pañuelo de tela, la tapa, la frota suavemente, limpiando esa mancha infinita,
esa mancha que no cesa, mientras repite:
-Limpia,
limpia y brillante como un anillito de diamantes.