La hora del té
El caso es que le dije:
-Sí, Marta, sí. Por supuesto que me gusta el té.
Yo lo único que deseaba era que pasáramos más tiempo a solas, y ella parecía fascinada por las múltiples variedades, por la historia milenaria, por el ritual de su preparación y por los incontables beneficios para la salud de aquel líquido insoportablemente amargo. De modo que, a partir de nuestra primera cita, y sin saber muy bien cómo, acabé sosteniendo cada tarde, a las cinco en punto, una taza de té caliente entre mis manos. El esfuerzo por retener en mis labios las arcadas que me producía su sabor se compensaba con los esporádicos encuentros nocturnos que manteníamos en mi buhardilla o en el asiento de atrás de su BMW, pero la cosa se complicó cuando Marta me presentó a su padre.
-Siempre he dicho que para cada persona hay un tipo de té. La niña me ha contado que a ti el que te apasiona es el Darjeeling. Me alegro, era también el favorito de mi difunta esposa – exclamó compungido, estrechando afectuosamente mis hombros.
Fue ése el momento en el que descubrí el origen de la fortuna de Marta.
-Papá es el dueño de la mayor productora de infusiones de Europa, ¿no es fantástico?
Me supe perdido de inmediato, sobre todo después de que el viejo me ofreciera un puesto en el consejo de administración de la empresa, ¿no era aquél, al fin y al cabo, el ascenso social que yo buscaba? Acepté. Y no me negué tampoco a que la boda se celebrara bajo el nauseabundo olor de la plantación de Malasia en la que Marta se empeñó en casarse. Apenas me resistí a llamar Oolong y Kukicha a nuestros hijos. Pero con la jubilación inminente de mi suegro mi paciencia llegó a su límite. Fue Marta quien lo convenció de que yo era el más idóneo para sustituirlo como presidente de la compañía, y por eso, antes de mi nombramiento definitivo, antes de que fuera inevitable ver mi existencia reducida a sumas y restas de balances contables, a la toma de decisiones estratégicas sobre el tipo de hoja de té más conveniente para cada mercado, y a grabar anuncios de televisión en los que yo debía beber un sorbito de Pu-erh con cara de haber encontrado en aquella taza la prueba definitiva de la existencia de Dios, decidí escapar.
Entré de noche en las oficinas de la sede central, abrí la caja fuerte, tomé todo cuanto pude y salí corriendo. No fue una buena idea. El dinero se acabó muy pronto, y los tentáculos del lobby del té han resultado ser sorprendentemente largos. Me atraparon en una aldea perdida en el norte de Tailandia. Y ahora, después de pasarme una semana atado a una silla, por fin parece que todo llega a su final.
Mi suegro entra en esta especie de celda que, sospecho, será mi hogar definitivo. Después, me mira fijamente tanto tiempo que tengo la sensación de ver cómo le brotan arrugas nuevas en su rostro. Una pistola cuelga de su cinturón. Se inclina hacia uno de sus lacayos y le susurra algo al oído. Cuando el hombre sale de la habitación, mi suegro se sienta en el extremo opuesto del cuarto. Esperamos. Pasan varios minutos hasta que el tipo regresa.
-Son las cinco en punto de la tarde – anuncia el esbirro, con una bandeja entre sus manos.
-Vas a morir – dice mi suegro -, pero como mi espíritu es de naturaleza bondadosa, antes de que lo hagas te voy a conceder un último instante de felicidad.
Entonces, de la bandeja toma un pocillo, y con un gesto despectivo de su barbilla ordena que a mi me ofrezcan otro.
-Es realmente bueno. Mi mejor Sencha – dice sonriendo, satisfecho de su creación.
Un segundo matón de mi suegro me pone el pocillo en los labios.
-¡Bebe! – ordena.
Dudo. Mi suegro se levanta, toma el revólver y lo amartilla sobre mi cabeza. Cierro los ojos. Un líquido ardiente me invade la lengua, la garganta, el estómago. Me dan ganas de llorar. Por qué, pienso, por qué no habré probado antes esta variedad de té.
-Extraordinario – he de admitir.
Dos ideas atrapan mi mente a pocos segundos de que todo sea oscuridad. La primera: que va a ser cierto que para cada persona hay siempre un tipo de té. Y la segunda: que el cañón de esta pistola está demasiado frío.
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