Excursión
Ahora me siento un poco culpable, la verdad. Mucho no, sólo un poco. Porque, al fin y al cabo, mamá no tenía razón. No sé por qué se había emperrado en no dejarme venir a la excursión. Ella sabía las ganas que tenía yo de bañarme en el pantano, sabía que se habían apuntado todos los de clase y que nos iban a acompañar dos profesores, pero cada vez que se lo pedía se ponía como loca, y no había manera de sacarla del “no, no, no, ni hablar, ni hablar, ni hablar”. Ni aunque le prometiera por la memoria de papá que iba a tener muchísimo cuidado, ni aunque le dijera que fregaría los platos durante un mes si me firmaba el permiso: “no, no, no, ni hablar, ni hablar, ni hablar”.
Y es que mamá no me deja hacer casi nada. No deja que me apunte a ningún equipo del colegio. No me deja beber refrescos en la calle cuando hace calor. No me deja invitar a mis amigos a merendar a casa. Ni siquiera a Marta. Y eso que la conoce de sobra, y que a veces le sube cosas de la tienda de su padre cuando a mamá se le olvida bajar a comprarlas. Pero mamá nunca la deja pasar de la puerta, la entreabre un poco, paga y cierra. Mamá no se fía de nadie, y a menudo me dice: “hija, no te fíes de nadie, pero de nadie, nadie”. Mamá siempre parece tener miedo.
Los árboles pasan tan rápido por la ventanilla del autobús que da la sensación de que están unidos por las ramas. Viajo sentada al lado de Marta, que ya va medio sopa. Se acerca Ramírez y me ofrece de su bolsa de picotas, y no cojo ninguna porque mamá dice que los favores no existen y que si alguien me da algo, acabará pidiéndome otra cosa a cambio.
Ramírez me mira y me entran ganas de llamarle cachalote, porque me recuerda a un cachalote, pero no lo hago, y entonces se va, y tropieza con un brazo de Marta y la despierta, y Marta se pilla un rebote y le pone la zancadilla, y todos nos reímos, porque a Ramírez se le doblan las gafas en la caída y se echa a llorar.
Conozco a Marta desde párvulos. Es mi mejor amiga, por eso a ella sí que le digo lo que he hecho. Pero cuando se lo digo, Marta me suelta: “te van a pillar. Ya verás la que te cae encima”, y yo le digo que no, que he imitado un montón de veces la firma de mi madre hasta que me ha salido perfecta, y que es imposible que se den cuenta. Además, he dejado en la cama de mamá una nota en la que se lo explico todo. Y seguro que me castiga cuando llegue por la noche, pero me da igual porque no quiero ser otra vez el único bicho raro que se queda en casa mientras los demás se divierten.
Nada más bajar del autobús la señorita Remedios empieza a contarnos la historia del embalse, y nos dice no es como los lagos de verdad, que los hace la naturaleza, que este es un poco de mentira porque fue construido por el hombre en no sé qué año y que antes había un molino aquí, y luego sigue hablando un rato pero casi nadie le hace caso, porque los otros niños quieren bañarse ya, así que don Félix coge a la señorita Remedios por el hombro, y la señorita Remedios deja de contarnos la historia del embalse y dice que nos podemos ir, y todos gritamos y silbamos y aplaudimos.
Marta y Ramírez y los demás empiezan a quitarse la ropa y veo que llevan el bañador puesto. No tenía ni la menor idea de que tuviéramos que venir ya cambiados de casa, porque está es la primera vez que salgo de excursión. Yo tengo el bañador en la mochila, así que lo cojo, me voy detrás de un árbol y me lo pongo. Por un momento dudo si dejarme puesta la falda, porque a mamá no le gusta que me la saque delante de la gente, pero al final me la quito. Si no lo hago tendré que ir con ella mojada en el viaje de vuelta. Y me resfriaré, y mamá se enfadará conmigo por haber subido en el autobús con la falda mojada, y seguro que mamá ya estará muy cabreada con mi fuga y prefiero no cabrearla aún más.
Cuando salgo están todos chapoteando como patos. Me acerco despacio a la orilla y me meto con cuidado en el agua. No quiero que se den cuenta de que me estoy bañando, no quiero que me vean y caigan en que esta es la primera vez que vengo con ellos, porque seguro que se echarían sobre mi y empezarían a hacerme aguadillas.
Me separo del grupo. Nado hasta una pequeña isleta. Está un poco lejos pero llego sin problemas porque nado realmente bien. Y aquí no se me pega la sal a los brazos como en el mar. La sensación es diferente a la del mar. No sé si me gusta más o menos porque hasta ahora no había estado en ningún embalse. Sin embargo el mar lo conozco bien. Y es que, a veces, durante el verano, mamá me lleva a alguna playa del Mediterráneo. Vamos a calas desiertas, donde no hay otros niños, ni perros, ni ancianos, ni nadie. Cuando puede alquila un barco pequeño, y navegamos mar adentro y allí deja que me bañe todo el tiempo que quiera, y a mi me gusta pero me aburro pronto, y empiezo a nadar porque nado realmente bien, aunque lo que de verdad, de verdad me gusta es bucear.
Como lo que de verdad, de verdad me gusta es bucear, me pregunto cómo serán Marta y Ramírez y la señorita Remedios y don Félix vistos desde abajo. Desde aquí son sólo unos puntitos, pero, buceando, no tardaré en alcanzarlos. Me sumerjo hasta tocar el fondo. Bucearé hacia donde ellos están y cuando llegue a su altura les cogeré por los tobillos y les daré un susto de muerte.
Después de un buen rato me rindo. Es muy difícil orientarse aquí abajo, hay un montón de piedras y plantas, y los barbos no hacen más que cruzarse en tu camino y son capaces de despistar a cualquiera. Además los rayos de sol se cuelan por encima de la cabeza y estallan en la superficie del agua creando formas rarísimas, un poco como si estuviera todo lleno de diamantes. Y me quedo pensando en qué haría yo si tuviera tantísimos diamantes a mi alcance y cuando quiero darme cuenta ya ha pasado casi media hora, y yo sigo sumergida, moviéndome en círculos, sin haber encontrado ni a mis compañeros ni a los profesores.
Entonces, de pronto, escucho la voz de la señorita Remedios gritando mi nombre. Y me parece que lo grita con una mezcla de preocupación y enfado, con el mismo tono que aquella vez que me echó la bronca por quemar una papelera. Y me doy la vuelta y los veo a mi espalda.
Buceo hacia ellos, y cuanto más me acerco, escucho más voces que repiten como me llamo. Como si fuera una letra extraña del coro de la iglesia.
Los veo desde el fondo del pantano, y se parecen a las imágenes deformadas de la casa de los espejos de la feria. Y se me hace divertido que me busquen cuando yo, en realidad, estoy tan cerca. Y me río y salen algunas burbujas de mi boca. Y pienso en la alegría que se llevarán cuando me vean salir a flote. Pero no puedo resistirme a alargar la broma un poco más, y espero. Espero. Hasta que miro a la señorita Remedios y me doy cuenta de que está llorando. Don Félix la abraza un momento y de pronto le arrebata a Ramírez sus gafas de buceo y se lanza al agua. Y enseguida me ve. Y le saludo. Y don Félix se asusta como se asustan los actores en las películas al ver a un fantasma o a un monstruo. Y quiere gritar pero traga de golpe una bocanada de agua. Intenta salir, pero se hunde. Se hunde. Se hunde despacio, hasta caer en mis brazos. Yo lo aprieto fuerte contra mi pecho y comienzo a bucear hacia la superficie. Y pesa mucho, pero si no lo saco se ahogará del todo, y yo no quiero que eso suceda.
Cuando asomamos la cabeza, primero escucho susurros de sorpresa, después algún chillido. Intento nadar hacia la orilla pero no puedo, y la señorita Remedios tiene que tirarse al agua para ayudarme.
Apoyamos la cabeza de don Félix en la arena. No respira, pero le hago la reanimación como nos enseñaron en aquella clase de primeros auxilios, y aunque me pareció una tontería cuando lo aprendí, el caso es que funciona. Don Félix comienza a escupir agua, y cuando rompe a toser sé que sobrevivirá.
Entonces la señorita Remedios me mira, y se pone de pie y empieza a caminar de espaldas, alejándose de mi a cámara lenta, sin dejar nunca de mirarme, y ella no es la única que me mira, todos clavan sus ojos en mi, me miran, y yo los miro y de pronto me doy cuenta de que ellos, aunque están mojados, siguen teniendo piernas, y que yo soy la única que tiene cola de pez.
Marta, con la boca abierta, me señala, “Eres como la sirenita del cuento” dice, y don Félix se incorpora muy despacio, con los labios cubiertos de espuma, y también me observa sin decir nada, y entonces suena el chirrido de los frenos de un coche que llega, y es mamá que baja por el camino a toda pastilla, y llega hasta mi, y me envuelve en una toalla, y me coge en brazos, y me aleja de los niños, de Marta y de Ramírez, de la señorita Remedios y de don Félix, y me parece que mamá está muy nerviosa, y no me gusta, porque cada vez que mi madre se pone nerviosa se da duchas muy muy largas para sentirse mejor, y luego deja la bañera llena de escamas.
Mientras corre hacia el coche conmigo a cuestas, yo miro alrededor y pienso en lo bonito que es todo esto, y le aprieto la mano a mamá y se me hace un nudo en la garganta porque ahora sí que estoy segura de que por más que insista, nunca, nunca jamás me dejará apuntarme a ninguna excursión.
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