El encierro
Está nervioso. Tiene la mirada perdida y la cabeza replegada contra el pecho. Se ovilla como un niño al que le acabaran de dar su primer insuficiente. Quizá tenga un mal presentimiento para hoy, quién sabe.
-Ramiro… – le digo avanzando mi mano hacia la suya -, si no quieres ir nadie te obliga a hacerlo.
Entonces vuelve de su mundo, me dedica una mueca de usurero a punto de cobrarse una deuda, se incorpora de un salto y se marcha dando un portazo. Escucho sus zancadas largas perdiéndose hacia la calle. Apenas ha probado el desayuno. Me levanto de madrugada para prepararlo y apenas prueba bocado. Por un momento me entran ganas de regresar a la cama, de quedarme ahí para siempre, de envolverme en la sábana como en una crisálida y de esperar con los ojos cerrados un tiempo muy largo, durante horas, meses, siglos, hasta que me crezcan las alas, o hasta que las canas lo acorten todo. Pero sé que aunque lo hiciera no podría quedarme dormida. No. Imposible. Esta noche no he conseguido dormir. Y ayer tampoco. Jamás lo hago durante la semana de encierros. Las carreras, los gritos, los cuerpos golpeando contra la madera despiertan en mi interior sonidos que me gustaría dejar atrapados en algún rincón oscuro e inaccesible de mi memoria. Cada petardo es un avión que pasa, cada trompeta es una sirena, cada carcajada una burla de manos embarradas y humo en la boca.
La luz comienza a filtrarse en una delgada cortina por las dos claraboyas del cuarto, y rebota en la estantería sobre las esferas acristaladas de paisajes nevados que colecciona Ramiro. Puede que para esos pequeños mundos de juguete basten un par de rayos de sol cada mañana, pero para mi no es suficiente, nunca es suficiente. De todos modos apago la lámpara del salón y me convierto por un instante en una versión difuminada de mi misma. Una sombra. Si pudiera quedarme así, ser tan solo una sombra. Un suspiro capaz de escapar por la rendija mínima de unos labios. O por el espacio imposible de un sumidero.
Camino hacia el recibidor. Cojo el picaporte. Arriba y abajo. Arriba y abajo. Compruebo que la puerta está cerrada. A unos pocos metros de mi, las talanqueras comienzan a vibrar sobre los adoquines. La gente llega y toma posiciones. Imagino a Ramiro entre ellos, en primera fila, como siempre. Los toros se preparan. Los oigo mugir en el otro extremo de la calle. La ciudad se mueve y con ella brota del techo una niebla fina y blanca. Las primeras veces que sucedió me parecía que regresaba por unos minutos a los amaneceres de Bosnia, a mi casa, junto al río. Ahora, cuando las partículas de yeso comienzan a desprenderse y flotan en suspensión, simplemente me hacen estornudar. Son los inconvenientes de vivir en un sótano. Son los inconvenientes de vivir bajo el recorrido del encierro. Los pasos, los tacones, las suelas de goma que patinan, resuenan sin compasión en mi cabeza. Una orquesta de tambores se arranca a palpitar en mis sienes. Aún tengo en mi mano el picaporte de la puerta. Arriba y abajo. Arriba y abajo. Mis nudillos ya no tienen color. Aprieto con fuerza el picaporte. La puerta está cerrada. Cerrada.
Cerrada.
Las paredes tiemblan. Al otro lado el eco opaco de unos cánticos abre el camino a los primeros cabestros. Ha comenzado. Entonces dejo el picaporte y corro de vuelta hacia el salón. Enciendo el televisor. Ahí está. Una masa oscura que atraviesa a toda velocidad la muchedumbre. Hay unos segundos de diferencia entre la realidad y la imagen de la pantalla. Rechinan las pezuñas contra el pavimento, y un poco más tarde veo avanzar a la manada sobre mi techo. Todos juntos excepto un toro pequeño y nervioso. Se ha quedado rezagado, da vueltas alrededor de sí mismo y regresa hacia la esquina. Hay un hombre en el suelo. El toro camina despacio hacia el hombre, sabe que lo tiene a su merced. Los demás corredores intentan llamar la atención del animal, pero la bestia sólo parece tener un objetivo. El hombre del suelo retrocede hacia la valla pero no consigue incorporarse. La cámara le hace un primer plano. Le veo el rostro. Veo el rostro del hombre del suelo. Veo sus ojos desorbitados, el horror en su mandíbula desencajada. Veo al hombre.
Es él.
Es él. Me llevo las manos al estómago. Tengo ganas de vomitar. Por un segundo creo que mi corazón deja de latir. Ramiro está en el suelo. El toro le roza el cuello con el hocico, después cabecea, está a punto de embestir. Cierro los ojos. En unos segundos todo habrá terminado. Cierro los ojos.
Tengo los ojos cerrados. Cerrados. Cerrados. Cuando los abra ya no estaré aquí.
Abro los ojos. No hay ningún cadáver en la escena, no hay sangre, ni llantos, sólo algarabía, algún abrazo y la silueta de un hombre tembloroso que corre hacia la plaza. Yo estoy de pie, frente al televisor. Ramiro corre hacia la plaza. Yo estoy de pie, inmóvil, congelada, y Ramiro corre. Siempre ha sido así, desde que nos conocimos en aquel bosque de Travnik. Fue él, su voz, quien me detuvo. “¡Terreno minado!” dijo. Mi pie quedó suspendido en el aire. Miré hacia abajo, hacia la hierba. A escasos centímetros de mi bota asomaba un pequeño interruptor que se pisa una sola vez. Me giré hacia aquel soldado español que acababa de salvarme. Me dio la mano. Unos días después enredó sus dedos en mi pelo. Le gustaba como sonaba su nombre en mi lengua. No le importó que yo fuera menor de edad. Incluso me pareció adivinar un cierto alivio en su gesto cuando le dije que toda mi familia había muerto. “Voy a dejar el ejército. Te llevaré conmigo”. Ramiro, con las vocales susurradas y las erres líquidas, apenas pronunciadas. Ramiro.
Ahí está de nuevo. Le hacen un plano corto. Sonríe ¿Es él? Tiene el fuego de sus ojos, y sus manos crispadas, y su cuerpo de madera que se comba, y su pañuelo anudado al cuello. Es él, sin duda, pero sonríe. Sonríe ¿Cuánto tiempo hace que no le veo sonreír? Sonreía al principio, cuando me trajo a España, cuando me enseñó las palabras y las costumbres. Después se volvió sombrío, en sus caricias se abrieron grietas por las que comenzaron a filtrarse insultos, reproches, bofetadas. “Me voy”, le dije un día, “quiero regresar a Jajce, la guerra ha terminado”. Él me pidió otra oportunidad, me dijo que había alquilado un piso para los dos. Un sótano. Me convenció para que al menos lo visitara antes de tomar una decisión. Lo hice. Y ya nunca más volví a salir al exterior. Han pasado casi veinte años desde entonces.
En la pantalla unos dibujos animados ocupan el lugar del encierro. Apago el televisor. Ha estado cerca. Muy cerca ¿Qué habría pasado si el toro no le hubiese perdonado la vida? Nadie sabe que estoy aquí. Nadie me conoce. Jamás me presentó a ninguno de sus amigos. Nunca tuve un trabajo. No existo. Siempre estuvimos los dos solos. Ramiro es el único mundo que habito. Yo habría muerto con él. Es seguro. Habría muerto y ni siquiera tengo ganas de llorar.
Tomo una de las bolas acristaladas del estante. La agito. La nieve de poliestireno cae sobre los tejados de cartón. Acerco la esfera a una de las dos minúsculas ventanas del techo. Dejo que se inunde de la luz que parpadea entre los cientos de pies que abandonan la calle. Están ahí. Al otro lado. Podría gritar. Los primeros meses gritaba cada vez que me quedaba sola, pero nadie parecía escucharme. Supongo que la gente que pasea no le presta atención a las voces del suelo. Gritaba. Gritaba. Gritaba. Gritaba hasta quedarme afónica. Gritaba hasta que una tarde unos ojos encendidos en sangre se asomaron al ventanuco de mi salón. Los reconocí al momento. En pocos segundos Ramiro ya me acorralaba contra la pared, mi cabeza aplastada entre sus brazos de gigante, su aliento asfixiándome. “Desagradecida”, escupía entre dientes, “desagradecida. A partir de ahora te voy a enseñar qué es el respeto”. Me puso un esparadrapo en la boca. Ató mis muñecas en una viga, y me dejó allí, colgada como un adorno, durante tres días. Puedo gritar, sí, pero no serviría de nada.
Devuelvo la esfera de cristal a su lugar. La nieve se reposa de nuevo sobre el paisaje artificial de casitas de montaña. Me recuerda a mi ciudad, a mi casa, a mi bosque. Mi bosque. A veces pienso que aún sigo allí, que pisé aquella mina, que mis pies se hundieron en el fango y echaron raíces. Pienso que esta mazmorra no es más que la tumba en la que estoy enterrada. Sí, esa explicación es más lógica. La otra no, la otra no tiene sentido. Cómo entender que Ramiro me salvara la vida, para arrebatármela ahora, tan poco a poco.
El tintineo de la cerradura anticipa su llegada. Entra con el estrépito de un edificio que se desploma. Se lanza hacia el mando a distancia y me aparta de un manotazo. Resbalo. Caigo. Mi cabeza golpea las patas de una silla. Algo cruje.
-¿Lo has visto? – repite una y otra vez – ¿Lo has visto?
Aprieta los botones como si en ellos se encerrara el código secreto para acceder a un tesoro. Me duelen las costillas. Tengo el brazo derecho entumecido.
-Dime que lo has grabado – gimotea.
Giro el cuello. Al menos el cuello está bien. Giro el cuello hacia la derecha. Una luz inusual me baña el rostro. Intento levantarme pero las piernas no me responden. Me arrastro hacia el pasillo, y entonces lo veo. La puerta. Está abierta.
Abierta.
Me apoyo en los codos. Avanzo despacio. Soy un soldado en territorio enemigo. Despacio. No puedo llamar la atención.
-¿No lo has grabado? No lo has grabado. Joder, no me lo puedo creer.
Ya casi estoy. Ya casi alcanzo con las uñas el umbral de la puerta. Unos centímetros. Sólo unos centímetros más. Sería más fácil si pudiera ponerme en pie. Ramiro ya queda lejos. Está al otro extremo del pasillo. Lejos. Es sólo un recuerdo. Un mal recuerdo.
-Pero, ¿qué haces? – grita.
Mis manos comienzan a ascender hacia la calle. Un peldaño. Otro. Otro más. Rozo la trampilla de salida. Un esfuerzo más y estaré en la calle, en un avión, en un bosque de Bosnia.
-¡Hija de puta!
De pronto se aleja. La trampilla se aleja, ¿por qué? ¿Por qué se aleja? Mi cuerpo resbala sobre la escalera. Me doy la vuelta. Ramiro me ha atrapado por los tobillos. Me arrastra de vuelta hacia el sótano.
-¿Qué creías? ¿Que podrías escapar sin que me diera cuenta?
Ramiro se inclina hacia mi. Me coge por los hombros. Me eleva. Mi espalda se estrella contra la estantería. Las esferas de cristal caen al suelo. Se quiebran con la facilidad con la que se olvidan las desgracias ajenas. La nieve cubre mis pies.
-Nunca escaparás, ¿lo has entendido? Nunca lo permitiré. Nunca.
No siento las piernas. Sus ojos de fuego rozan mi nariz. Cabecea. Está a punto de embestir. Cierro los ojos. En unos segundos todo habrá terminado. Cierro los ojos.
Tengo los ojos cerrados. Cerrados. Cerrados.
Tengo los ojos cerrados. Cuando los abra ya no estaré aquí.
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