Accidentes
Llueve.
Hace ya varios días que, al otro lado de la ventana desde la que ahora miro, llueve con la rabia del fin del mundo. Las nubes, hinchadas y oscuras como las promesas que no se cumplen, aún cubren todo el barrio hasta perderse más allá de la arboleda de la colina, y el agua acumulada ha terminado por convertir la piel de hormigón de la calle en un monstruo resbaladizo de apetito inagotable. Hace unos minutos, por ejemplo, un ciclomotor y una camioneta destartalada se han precipitado el uno hacia la otra como dos amantes primerizos que se reencuentran tras una separación. Al chocar, el ciclomotor se ha partido en dos y la camioneta ha dado un pequeño vuelo, dibujando en el aire una especie de tirabuzón en el que ha perdido una rueda. Las otras tres, al aterrizar, se han quedado girando boca arriba, como si fueran dueñas de su propio camino, como si, de algún modo, quisieran continuar su viaje ajenas a las vidas que en este instante se escapan sobre la carretera.
Enseguida aparece la primera ambulancia y sé que con el ruido de su sirena mamá no tardará en despertar. Y entonces se me desliza una mueca de horror entre los labios, y me odio de pronto porque me doy cuenta de que ni siquiera he sido capaz de pensar en que con su llegada los paramédicos puedan salvar alguna vida. No, la primera idea que ha atrapado mi mente es que no quiero que mi madre despierte todavía.
-¿Qué sonó? – dice. Como me temía ya está junto a la puerta del salón con voz de chiquilla somnolienta.
-Nada mamá, vuelve a la cama.
-No. No tengo sueño.
Últimamente no consigo que duerma bien, y eso que, a veces, le echo unos cuantos somníferos en la cena. Me giro hacia ella, para reconducirla hacia el dormitorio, una tarea que sé de antemano improductiva, y al verla no puedo evitar reírme. Mi madre lleva puesta una falda apolillada de colegiala y una camiseta blanca sin mangas.
-Pero, ¿qué haces, mamá?
-He quedado en el parque, con un chico.
-¿Con un chico?
-Sí. Se llama Antonio Collado.
Así lo dice, Antonio Collado. No lo llama papá, ni “tu padre”, no, lo llama Antonio Collado, y me recorre otra vez, como siempre que pronuncia su nombre, un escalofrío al pensar en él de ese modo, como un ente previo a mi, como un muchacho joven, con un mundo lleno de posibilidades al alcance de su mano de entre las que sólo yo, por puro azar, acabé siendo algo real. La vida es un accidente, pienso, y entonces me cruzo de brazos, y miro a mi madre, que apenas puede ya caminar sin amenazar con romperse a cada paso, y le digo que no, que ya sabe que no, que no puede salir sola, y ella hace un amago de pataleo, pero se cansa pronto, y se marcha a la cocina, y regresa con un zumo de naranja para ella y otro para mi.
Me bebo el zumo de un trago y devuelvo la mirada hacia la calle. El conductor de la camioneta se agita ahora levemente dentro del amasijo de hierros en el que se ha convertido su vehículo y del que intentan sacarlo varios bomberos. El del ciclomotor, sin embargo, yace entre unos cuantos sanitarios, mudo e inmóvil, más o menos en el mismo metro cuadrado en el que murió mi padre.
¿Cuándo tiempo ha pasado ya? Cinco, seis años. Fue ahí, justo ahí murió papá. Mi madre y él se habían comprado esta casa en las afueras en la que pensaban aprovechar juntos la jubilación, pero, sólo un par de meses después de llegar aquí, mi padre salió a dar un paseo y ya no regresó. El corazón lo abandonó al otro lado de la calle cuando mi padre quiso cruzar corriendo la calzada. Mamá jamás llegó a superar su pérdida. Lo había conocido en un parque cuando aún eran un par de adolescentes y desde entonces nunca se habían separado más allá de un par de días. Para ella, la ausencia de quien ahora, de nuevo, pasa a llamarse Antonio Collado y no papá, resultó tan devastadora que no tardó demasiado tiempo en enfermar.
Al principio, cuando me mudé a esta casa para cuidar a mi madre me aterrorizaba la idea de salir a la calle y encontrarme frente a frente con el fantasma del corazón de papá, pero con el tiempo me he acostumbrado a vivir junto al escenario de su muerte, con el tiempo he terminado por aceptarlo como un elemento más del paisaje. De hecho, paso gran parte de mis días junto a la ventana. Mirando.
Cierro los ojos. Intento dejarme invadir por el sonido de la lluvia, pero sólo puedo percibir un zumbido seco, que me remueve por dentro, que me llena de grietas, como a una barca en el mar.
Sacan por fin al hombre de la camioneta. Al del ciclomotor ya se lo llevaron hace unos minutos. La carretera se despeja, vuelve a ser una trampa oculta por la lluvia y el barro en mitad de un bosque y oteo el horizonte tratando de adivinar quién será su próxima víctima, y siento un nudo en el estómago, y tengo ganas de vomitar y noto de nuevo una sacudida, una especie temblor suave e hipnótico, y estoy a punto de caer de espaldas, y entonces veo a mi madre. Mamá me mira. Está de pie, cerca de mi, y no deja de mirarme.
-¿Qué quieres mamá?
-Nada, nada, nada, nada, nada – repite una y otra vez.
Intenta balancearse con un asomo de coquetería, con una pose almacenada en alguna zona oscura de su cerebro. Es curioso. A unos metros unos desconocidos se lanzan de lleno hacia el final de sus vidas y mi madre, esta anciana con falda de cuadros parece empeñada en viajar en la dirección contraria, de regreso a su adolescencia, hacia algún lugar, supongo, más seguro que esta calle, más seguro que su vejez. Un lugar hacia el que se dirige ligera de equipaje, liberada en su mente de todas aquellas fechas, aquellos nombres y lugares que no guarden alguna relación con los días en los que acababa de descubrir a Antonio Collado. Porque para mamá ya sólo existe Antonio Collado. Mamá es una anciana de catorce años que quiere reencontrar al amor de su vida. Y no deja de mirarme. Y siento que el mundo se me escapa despacio, como por un sumidero sucio, y mi cuello se vuelve de goma, y me mareo, y entonces miro a mamá, y me parece que sonríe con la picardía de quien paladea el éxito de una travesura, y veo en su mano la silueta vacía del bote de los somníferos, y miro mi vaso de zumo.
-¿Qué has hecho? – le digo.
-Lo siento, pero he quedado y tú no me dejas salir.
Me desplomo. Mi cabeza rebota contra el suelo de madera, y me vuelvo elástica, liquida, y escucho a mi madre, escucho como avanza despacio hacia la mesa del salón, como coge las llaves, como abre la puerta y sale a la calle. Y unos segundos después, poco antes de desvanecerme por completo, creo sentir, a lo lejos, envuelto en una infinita cortina de gotas, el repiqueteo breve de unos pasos quebradizos y más tarde el aullido inconfundible de una frenada profunda e inútil, el ruido metálico de un parachoques al astillarse y el eco sordo de un cuerpo que se apaga y que ya deshecho cae, como una hoja seca, contra el asfalto.
0 Comentarios