—UN LIBRO CON MIEDO A MORIR—
Pasó el tiempo
inexorablemente por aquellas estanterías, que acumulaban una espesa capa de
polvo sobre los vetustos volúmenes aprisionados unos contra otros.
—Pero…, ¿Qué le pasa al chico? Ya ni siquiera nos mira. —Dijo el tosco libro
herbolario—.
—¿Y ahora te das cuenta tú? … lleva así mucho, pero que mucho tiempo. —Le
contesta una vieja biblia de entre los libros apilados—.
—Yo ya me he acostumbrado a ser ignorado…; no recuerdo la última vez que me cogió
su madre para curiosear mis páginas estampadas. No quiso perder tiempo
conmigo.—responde un libro de viajes por el mundo—.
—Es que eres muy aburrido amigo. Es normal que no quiera leerte. —replica entre
risas otro libro desde la colección de cuentos de Andersen—.
—¿Queréis callaros de una vez insensatos? ¿No os dais cuenta de que ya no
existimos para esta familia ninguno de nosotros? Cualquier día de estos nos
llevan a todos al desván. —Dijo con cierta preponderancia una vieja guía de
teléfonos—. Desde que aparecieron esos dichosos teléfonos sin cable con
internet, ya nadie me consulta. Resulta frustrante haber sido tan útil para
ellos. Me tenían en el mejor sitio de la casa para tenerme a mano y…ya ves,
ahora estoy casi sin respiración entre vosotros día y noche.
—¿Y tú por qué lloras bobo? —Le dice un diario a medio terminar a un libro de
recetas de cocina—.
—No puedo evitarlo…; me acuerdo lo mal que lo pasé en esa editorial para venir
al mundo. Cuanto dolor pasé para que me imprimieran con esos rodillos. Que
vértigo por las cintas transportadoras de la maquinaria de impresión…; y todo
ese calvario para acabar aquí olvidado en éste sucio estante y atemorizado por
las polillas que amenazan por filtrarse por mis hojas. ¡Con lo a gusto que
estaba siendo libro de cabecera de la Señora del hogar, oliendo esos aromas tan
peculiares de la cocina!
—Escuchad…, —Dijo un libro de tecnología— tenemos que hacer algo. No podemos
permanecer impasibles desde esta altura del mueble viendo cómo se distraen
cómodamente con esos aparatejos de las nuevas tecnologías. Tengo entre mis
páginas información de que dichos aparatos nos han suplantado y que se pueden
leer volúmenes variopintos sin tener que imprimirse. Dicen que es lo último.
—¿Y eso cómo es posible? Parece cosa del demonio. —Dijo sorprendida la vieja
biblia—.
—“Yo propondría, si ustedes me permitieran…, unir nuestras manos y bajar como
una escalera”. “Habría que hacerlo, pues esta noche…, pidiendo por favor que
sin ningún reproche”.—Dijo un libro de poesías de bolsillo al grupo de libros
que no paraba de lamentarse de la situación de abandono actual—.
—Mira…, eso me parece una buena idea. Esperaremos a que anochezca y bajaremos
uno tras otro el estante hasta llegar al suelo. Una vez allá abajo, buscaremos
la salida a la calle. —Dijo el libro herbolario a sus compañeros confinados que
escuchaban atentos—.
—Yo quiero decir algo…—Dijo fatigado un libro biográfico de personajes ilustres—.
—Adelante. —replicó el libro herbolario que se había constituido como moderador
de aquél espontáneo motín—.
—No puedo casi hablar…; ¡éstos gordos que están a mi lado me ahogan! …—Decía el
oprimido libro por una gruesa colección enciclopédica de la A a la Z—. oye tú…;
échate un poco hacia allá, que lo ocupas todo…para que luego digan que el saber
no ocupa lugar.
Pasadas unas prolongadas horas, las últimas de aquella condena a permanecer
inamovibles, los libros esperaron pacientemente hasta que los rayos de sol
dejaron de entrar por la ventana del salón. Cuando ya prácticamente no se veía
nada y estando la familia cenando en la sala contigua, decididos, se ponen
manos a la obra en coordinada evacuación de la biblioteca. Comenzaron a bajar
primero los libros más pequeños, sostenidos por los grandes volúmenes que
ejercían todo el peso del primer eslabón de una cuerda vertical entrelazada por
sus manos. Cuando bajaron ya todos los libros, el líder de aquella operación
escapada, —el libro herbolario—, hace un gesto con la mano para que todos le
siguieran en silencio por entre los muebles del oscuro salón. Fueron hasta la
cocina donde vieron la oportunidad de salir por la trampilla de la mascota de
la familia que dormitaba a los pies de sus amos, mientras estos cenaban. Uno
por uno fueron saliendo de la casa llenos de entusiasmo por la hazaña tan
arriesgada.
Cuando caminaban por el estrecho acerado de la calle, ven venir una luz potente
que se les venía practicante encima. Era el camión de la basura que pasaba,
como todos los días, a las 12 en punto.
—Vamos…, rápido…, apilaros todos que no nos vean movernos. —Dijo alertando el
libro herbolario—.
Bajó del camión uno de los trabajadores municipales, al que le llamó la
atención tantos libros tirados a la calle. Extendió sus manos hacia ellos y los
fue introduciendo al interior de la cabina del camión.
—Fíjate Luis…; la gente está loca. Menudas colecciones de libros han tirado
aquí… además, están muy bien algunos de ellos. Mira…, están encuadernados en
piel y parecen antiguos. Esto tiene que valer bastante… ¿No crees?,—Dijo el
trabajador al conductor del camión, mientras le mostraba uno de los libros con
tapa verde forrada y las letras doradas—.
—¿No pretenderás cogerlos todos no Fede? —Replicó el conductor a su amigo—.
—Calla y dedícate a conducir… hombre de letras. Como se nota que no has leído
un libro en tu vida. —Dijo el barrendero, dándoselas de intelectual ante su
amigo—.
—Siempre me haces lo mismo Fede…; todo lo que se te antoja lo guardas aquí como
si esto fuera un camión de mudanzas particular. —Reprochó el compañero—.
Cuando guardo con sumo cuidado todos los libros, apilándolos en el asiento trasero
del camión, éste prosiguió su rutina de
vaciar los cubos de basura de la calle.
—¿Dónde estamos? No veo nada… estoy mareada de tantas curvas. —Dijo la vieja
biblia algo aturdida—.
—¡Silencio que nos van a oír! … Lo importante es que ya le hemos vuelto a
impresionar a alguien y volvemos a ser imprescindibles. —Dijo la obsoleta guía
de teléfonos—.
Después del prolongado movimiento del camión y los baches por el adoquinado de
la carretera, los libros fueron quedando dormidos como los bebés cuando son
mecidos. No estaban acostumbrados a tanto vaivén, tras haber permanecido en
serena quietud casi veinte años en el olvidado estante de la biblioteca.
Cuando despertaron a la mañana, vieron como todos lustraban una limpieza de la
que ya ni se acordaban. Estaban todos debidamente ordenados por tamaños y con
su etiquetado de inventariado para su fácil localización. Desde el estante tan
alto, podían ver como una gran sala muy iluminada por amplios ventanales que se
iba llenando de niños y jóvenes. Se sorprendieron de que tantas manos se
decantaran por uno u otro volumen con gran interés por leerlos. Estaban muy
dichosos…, habían encontrado al fin un lugar donde ser útiles y queridos por un
amplio número de lectores.
El barrendero, había entregado los libros como donación a su cuñada que era la
bibliotecaria del barrio donde vivían.
Habían vuelto a la vida abriendo sus páginas a lectores, por los que se sentían
muy confortados nuevamente. Ya no temían a la polilla que todo lo corroe,
porque estaban mimados y cuidadosamente atendidos por la joven bibliotecaria.
Lo incomprensible, es que hasta un libro puede llegar a ser feliz.