—LAS HIJAS—
Vivió entregado a sus
cinco hijas a las que nunca les faltó nada con su modesto empleo de ebanista
hasta que se jubiló. Ellas crecieron y marcharon a distintos destinos; algunas
casadas y otras, entregadas a su profesión.
Con el tiempo, quedó en
soledad tras la muerte de su esposa, a la que visitaba a diario al cementerio a
llevarles flores silvestres que recogía por el camino y le hablaba en
desahogada conversación de lo acontecido en el día.
Sus mujercitas ya casi
no se preocupaban de llamarles con asiduidad, a pesar de que Alfredo había sido
un padre ejemplar. Intentaba recrearse durante el día haciendo manualidades y
charlando con los amigos del pueblo en el único bar del municipio. Por las
noches, cuando llegaba a casa, le inundaba el recuerdo de su magnífica familia
numerosa. Nada más entrar, las tenía presente a todas en un retrato que había
junto a la cómoda de entrada. Alfredo trataba de cenar con la fiel compañía del
Sr. del Telediario. Al estar sólo, se despreocupó de sí mismo y descuidó la
casa, a pesar de haber sido un hombre pulcro.
Pasaban los días, los
meses y años y el pobre Alfredo, sólo sabía de sus hijas en fechas señaladas,
como su cumpleaños o en las navidades. Se fue acostumbrando a la extrema
soledad de un hogar que se le desmoronaba encima. De vez en cuando tenía la
ayuda de una vecina que le limpiaba una vez a la semana y le traía comida en un
cazo. Poco a poco fue descuidando las visitas al cementerio. En la lápida de su
esposa se eternizó el ramo marchito de flores silvestres.
Un día nublado, sale al
patio de la casa a tomar el café y se queda observando el viejo pino que daba
sombra. Se quedó pensativo y salió apresurado al desordenado taller de trabajo.
Cogió una sierra eléctrica y, quitándose la camisa y colocándola en la silla,
se decide a cortar el tosco árbol, empezando por las ramas y troceándolo de
arriba abajo para evitar daños en el tejado de la casa.
Se había propuesto
llevar a cabo un nuevo proyecto con la madera obtenida del pino. Pasaron los
días y el entusiasmo por aquella actividad, le distrajo de acudir a la taberna.
Cuando estaba en plena faena, trabajando la húmeda madera, llaman a la puerta:
—Alfredooo! … ¿Estás por ahí? —Dijo un primo suyo y compañero de la
taberna—.
Al sentir las voces,
deja el formón sobre la mesa de trabajo y va hacia la puerta para abrir.
—¿Qué te pasa con esas voces primo? Aquí ando liado con un trabajillo.
—Dijo al hombre que esperaba en la puerta.
—Pensé que estabas mal. Hace mucho que no vienes por el bar. Estaban
todos preguntándome si te habías ausentado del pueblo o yo qué sé…—Dijo el
primo de Alfredo tratando de entender por qué no le veían desde un par de
semanas.
—No hombre…, no he ido a ningún sitio. Hasta octubre no tengo la cita en
el hospital…, que, por cierto, a ver si puede tu hijo acercarme a Lugo; yo le
pagaría la gasolina y le invito a comer allá.
—Sí hombre…, tú no te preocupes ahora por eso. Todavía queda mucho para
octubre. El chico es muy servicial, ya lo conoces. Bueno…, ¿Te vienes a tomar
un trago al bar? Te debo dos rondas… ¿recuerdas? —Dijo el primo—.
—Me gustaría, pero ahora estoy muy liado primo. A la tarde intentaré buscar un hueco para ir
a la partida del dominó. Díselo a los otros. Y perdona que no te ofrezca un
trago, pero este mes no ha pasado por aquí el Enrique con la furgoneta de
viandas, que me suele traer un vino muy bueno de Logroño.
—No te preocupes primo. Hay confianza. Y vente a la tarde que hay que
despejar la mente del trabajo. Para algo te jubilaste, no para estar tan laborioso.
—Dijo en tono de humor—.
Cuando reanudó Alfredo
el trabajo concienzudo con la madera, se acordó que era el día en que vendría
Josefa la vecina a limpiarle la casa y a llevarle comida. Sale hacia la casa la
ésta, cruzando la calle y llama a la puerta. Al poco, abre la puerta la vecina.
—Hola Alfredo. Ahora mismo voy para tu casa no se me había olvidado.
—Dijo Josefa—.
—No, verás…, de eso quería hablarte. Estoy trabajando en algo y tengo
toda la casa llena de viruta de la madera. Preferiría que no vinieras hoy
porque no te podrás ni mover por la casa con todas las herramientas por medio y
todo.
—Ah…, vale; pues ya me avisas para cuando termines el
trabajo Alfredo. —Dijo
la vecina, dándole a Alfredo el cazo del guiso que había hecho—.
Pasaron un par de días
y Josefa la vecina llama a la puerta de Alfredo. Nadie responde a los golpes de
anillos en los nudillos de la mujer. Pensó que su vecino habría bajado a la
taberna como de costumbre, por lo que decide volver a su casa a coger las
llaves de su vecino para dejarle la comida preparada para cuando viniese. La
comida cayó desparramada por todo el suelo, acompañada del grito de Josefa ante
el espectáculo que observaba tan extraño.
El pobre de Alfredo
yacía muerto en medio de la gran mesa del salón, que tenía dispuesta con mantel
y alimentos, como si celebrara algo. En torno a él había un grupo de muñecas
articuladas de madera, casi a tamaño natural y vestidas con trajes de su
difunta y de sus hijas. Había reproducido en su dolor por el abandono e
indiferencia de sus hijas, a cada una de ellas, en un intento de simular la
vuelta de todas al hogar, junto a su padre. Alfredo al fin descansó feliz por
volver a recuperar a su familia numerosa. Sus pequeñas ya están de vuelta y le
han hecho muy, muy dichoso.
Miguel Ángel de la Cruz.