Writer
Tenía seis años cuando supe que
quería ser escritora, no había leído un libro jamás o visto
ninguna máquina, pero podía ver cómo de a poco se dibujaban las
palabras de mi historia en el aire denso de aquel armario oscuro
donde solía esconderme.
Mi padre era un hombre apuesto;
caucásico de cabello oscuro y barba a medio cortar, de rostro
cuadrado, ojos café y musculatura abundante; perdía los estribos
con facilidad, sobretodo si se trataba de mi madre; ella era un poco
menor que él, con el cabello y los ojos claros, bastante delgada y
mínimamente más baja en estatura; supongo que en algún momento de
sus vidas se quisieron muchísimo, pero de lo que puedo recordar para
ese entonces parecían detestarse mutuamente.
El viejo armario de caoba situado en
el pasillo del segundo piso era el lugar más seguro de aquella
desastrosa casa; sentía que dentro de él nada podría ocurrirme, el
tiempo corría más lento y el aire, aunque impregnado por el rancio
olor a madera podrida y naftalina, era más fácil de respirar que la
mezcla de sudor, alcohol y sangre que invadía el ambiente afuera. De
allí podía escuchar todo lo que sucedía, el sonido de los gritos y
el llanto se abrían paso por las hendiduras de la madera haciendo el
eco rebotar por los rincones del cajón; ese constituía el único
problema verdadero de mi lugar seguro, no me importaba, sólo tenía
que concentrarme en la oscuridad que no tardaba en filtrarse por los
ojos y dejar que las letras fueran apareciendo como si de una
alucinación se tratase, tal vez en un intento desesperado por huir
de la realidad.
Trataba de ser silenciosa e
invisible, sentía un miedo profundo a que algún día llegase a ser
yo quien ocupase los zapatos de mamá; llena de moratones y rasguños,
con la cara permanentemente hinchada y los ojos enrojecidos no sé si
por el llanto o por la rabia, de la alegría y belleza que alguna vez
tuvo quedaban sólo pequeños vestigios como una sonrisa ya
adormecida aunque le faltaran algunos dientes, y la voz dulce que
sacaba muy de vez en cuando para hablar conmigo como si nada
sucediera; pero la notaba cada vez más desprendida de este plano,
iba enloqueciendo progresivamente con el paso de los años; jamás
entendí por qué no se separaban, supongo que la costumbre a ese
comportamiento destructivo era incluso más fuerte que cualquier amor
que pudiera existir entre ellos y hacia sí mismos, o quizás estaban
destinados a consumirse con el único propósito de ocasionar el
nacimiento de una gran historia.
Sin embargo se quedaron en el camino,
mi mamá murió un tiempo después de dar a luz a mi hermano, un bebé
precioso con los ojos de mi padre; la situación había mejorado un
poco con su nacimiento, solía reinar el silencio en la casa y los
conflictos parecieron ser desplazados inconscientemente a un segundo
plano, estaban demasiado ocupados admirando a la pequeña criatura
como para recordar todo lo que parecía afectarlos de puertas para
afuera; esto sólo duró apenas lo suficiente para sentirme lo
bastante segura de salir del armario y acercarme a conocerle, sentir
sus pequeñas manitos rodeando mi dedo índice y observar cómo me
brindaba una inocente sonrisa desdentada, tenía la sensación de
estar frente a un muñeco surrealista de baterías recién puestas,
como si hubiese acabado de salir de un empaque diminuto e impregnado
con la esencia de base de la vida; al cabo de unos cuantos meses la
tensión reapareció con más electricidad y ya no se pudo reprimir
el estallido, mi madre cayó de la escalera, y dormida en el suelo
del primer piso, no despertó nunca más. Mi padre terminó de
ahogarse en alcohol y el cigarrillo, saturando el poco aire ya
abarrotado de mi cajón del amargo y espeso humo del tabaco añejo,
hasta que finalmente se fue tras ella, persiguiéndola donde sea que
estuviera, no sé si de desesperada soledad, de tristeza o de culpa.
Quedamos al cuidado de los servicios
sociales unos años, y cuando tuvo la edad suficiente para hablar y
caminar, mi hermano se robó el corazón de una pequeña familia que
acabó adoptándolo, no volví a saber de él desde ese día, aunque
tampoco me ha hecho falta, siempre he querido pensar que está mejor
de lo que se podía esperar a mi lado, sin siquiera la seguridad de
que recuerde alguna vez un rostro sin una voz a la que asociar su
sobreentendido cariño.
Ya no soy una niña escondida en el
armario, hace mucho tiempo que no he vuelto a ver las paredes sucias
y los cristales de las ventanas esparcidos en el suelo de aquella
casa, y a pesar de que ahora sus luces permanecen apagadas, me es
imposible evitar dejar el rastro inconfundible de toda esa
combinación de asfixia emocional derramado junto con la tinta de
cada poema que escribo, todo texto que sale de mis manos se funde con
las lágrimas que nunca derramé y envenenan el papel de pura sal.
Ahora estoy en un hospital, que no es
tan distinto a mi antigua casa en algunas cosas, también se escuchan
gritos y llantos la mayoría del tiempo, pero no tengo ningún lugar
donde ocultarme cuando el sonido se torna envolvente y me taladra los
oídos, la habitación huele a ácido, sudor y polvo, en el aire que
circula por los pasillos suele haber una mezcla nauseabunda entre
orine con medicinas vencidas y metal oxidado proveniente de los
barrotes de las ventanas, todo tiene un exceso de luz artificial
absurdo que pareciera resaltar la decadencia en los rostros exhaustos
de los pacientes; siluetas desconocidas cada día más encogidas,
encorvadas y famélicas que se deslizan por todo el lugar como
espectros afligidos por la confusión y la soledad del encierro;
probablemente mi aspecto no sea muy diferente, pero es tan incierto
tratar de imaginar la apariencia propia en un lugar donde nada te
refleja, que resulta considerablemente más sencillo asumir que no
tienes, rellenar el espacio vacío de tus recuerdos con una sombra
indefinida en donde algún momento debiste estar tú; el tiempo se
mide en pastillas e inyecciones, y la diferencia entre día o noche
se ve marcada violentamente por el apagón sincronizado de todas las
luces del edificio, donde nuevamente vuelvo a estar en la comodidad
que me brindaba desde niña la oscuridad y puedo al fin sentir cómo
mi corazón late más lento, el temblor casi imperceptible de mi
cuerpo se detiene haciéndome saber que estoy segura, que en lo que
duren esas horas de penumbra nada malo podrá sucederme, y como si de
un suspiro angelical se tratara, la temperatura de todo el lugar baja
drásticamente para dar descanso a los cuerpos maltratados que aquí
habitan.
No tengo muy claro cuándo llegué,
cómo, ni si algún día voy a salir, pasaron un par de años
tratando inútilmente de que articulara alguna palabra, pero me he
acostumbrado al perpetuo silencio cortando todos los demás
estruendosos sonidos de mi entorno, es mi invariable refugio, mis
letras son las responsables absolutas de expresar lo que hay en mi
interior, pero nada de lo que escribo parece tener algún valor
significativo para los doctores que deciden el rumbo de mi vida, e
insistir que no estoy sumergida en la locura no es suficiente si la
declaración viene escrita en papeles viejos raídos por ratones
ocultos en los agujeros de esta maqueta extraña de prisión para
enfermos.
De algo estoy segura, carezco de las
reacciones sentimentales más básicas que he podido observar en el
resto de las personas, una línea en blanco, sin ninguna
interrupción, de carencia emocional; y no sé si es este sitio que
todo lo magnifica, todo se vuelve tan grave, tan doloroso, tan
sobrecargado de sentimientos que se me hacen incomprensibles, y
simplemente yo soy de aquí la más normal en serio peligro de ser
contagiada en algún punto de mi estadía, o nací para ser la cámara
que guarde dentro de sí la secuencia de toda una vida de imágenes
sensoriales donde lo único verdaderamente ausente, sin ninguna
interacción con el entorno o algún aporte propio, sea yo;
intentando quizás que hasta mis letras tengan incluso, la voz de
quien las lea algún día.
Abril Guerra.