El mantel
El jarrón bordado en el mantel blanco permaneció allí durante muchos años, se notaba en la tela sucia y arrugada cuando lo encontré. Lo tomé entre mis manos y pude sentir cada línea fina del hilo que permanecía intacto como si jamás hubiera sido abandonado.
Allí, entre las cosas viejas que había regadas por la habitación, encontré también un pequeño diario, trozos de lo que alguna vez fue una máquina de coser y una pequeña colcha de retazos. El lugar era terriblemente triste, cada rincón que miraba albergaba una gran dosis de dolor, como si la presencia de quienes vivieron y murieron en aquel lugar, aún permaneciera.
Comencé a leer las páginas del diario, amarillo, ajado por los años. Algunas de sus partes ya no estaban, pero lo que hallé fue suficiente para helarme la sangre por completo.
Enero 23 del 2000
Se escuchan a lo lejos, siempre los escucho, sé que en algún momento estarán aquí. Está casi anocheciendo, no sé a quién se llevaron, ni cuál casa fue, no quiero saber. Cada vez que escucho los disparos hago una puntada más a mi amado mantel, será él el único testigo de esta aberración.
No queda casi nadie alrededor, la mayoría se ha ido, esos que tienen todavía algo que salvar. A mí nada me queda, soy una pobre vieja que hace mucho tiempo aguarda la muerte, así no llegue como la esperaba. Mi lindo jarrón está casi terminado, es lo único a lo que puedo aferrarme para no oír los gritos de las torturas, los insultos de esos hombres del diablo, las risas y las balas que retumban por todo el pueblo cuando aparecen.
Cerré de golpe el pequeño cuaderno, incapaz de seguir, algo taladraba en mi cabeza y de repente me consumió un frío aterrador, el frío de la muerte, de la rabia, de la indignación.
En las paredes junto a las que alguna vez estuvieron las ventanas, sólo había tres letras escritas con saña en aerosol rojo. Los pocos objetos que quedaban estaban destrozados por balas de fusil, como si se hubiese disparado automáticamente por todo el lugar sin objetivo alguno, y la hierba se asomaba por todas las grietas que éstas dejaron. Abrí de nuevo el diario. Parada en el marco de lo que alguna vez fue una bonita puerta, continué leyendo.
Enero 30 del 2000
Mi mantel será lo único que no podrán matar, cuando me llegue la hora lo tenderé imponente sobre mi máquina de coser. Ese día los esperaré en la puerta, los haré pasar. No permitiré que me humillen. Me van a maltratar, van a querer que les muestre miedo para poder reír a carcajadas como lo hacen siempre y disparar al aire, mientras escupen en mi cara llena de dolor. No lo permitiré. Me quedaré mirando fijamente mi hermoso mantel, ese donde está tejido el llanto de todos los que murieron mientras lo bordé. Algún día quizás alguien lo encuentre. Algún día será el único recuerdo, cuando mis huesos estén olvidados en una fosa cualquiera.
Mientras leía me parecía ver a esa anciana sola, sentada allí, esperando su muerte, y no una muerte de vejez o enfermedad, sino una absurda, dolorosa, violenta, una que no merecía, como no la merecía ninguno de los que la sufrieron.
Febrero 5 del 2000
Estoy preparada, hoy es el día, sólo queda mi casa y la de la pobre Juana, ella salió corriendo esta mañana. Me despedí de ella con tristeza, pero no quise seguirla. Mi hermoso mantel se encuentra tendido, y ya estoy sentada en la puerta, bien peinada y con mi mejor vestido, ya puedo escuchar los camiones, ha llegado la hora.
Me sentí mareada, siempre vi todo desde afuera, una masacre, una historia, una investigación, nunca lo entendí. Ahora todo se veía diferente, en el lugar donde aún se sentían los vestigios del terror, de la desesperación y el miedo. Ahora podía entenderlo, sentirlo. Ahora me consumía la pena, la impotencia, la rabia, el llanto.
Tomé el viejo mantel entre mis brazos y lloré desesperadamente, lloré por esa pobre anciana, lloré por el pueblo, por el diario y por el mantel que como ella escribió, siempre me estuvo esperando.