Una luna sin nombre
En aquella noche, las estrellas lloraron y los cuervos detuvieron su vuelo, la chica lloraba quedamente bajo la tenue luz de la luna que se proyectaba por la rendija del gran portón.
Su sentir tal vez no estaba justificado, y era mal visto por muchos, pero para ella era así; con un dolor que invadía sus emociones e inmovilizaba a su alma.
¿Acaso debía escuchar a las aves? Para ellas el vuelo era fácil, con un batir de alas sus problemas se mezclaban con las motas de polvo y tierra, los bellos colores en sus plumas mitigaban cualquier sensación de esclavitud, no la entenderían, creerían que ella estaba exagerando, un tonto sentir de humanos.
No podía seguir el consejo de las olas del mar, tan poderosas e imponentes, tan azulinas y rebeldes. Ellas le susurrarían entre su golpeteo contra la arena que borrara aquello que le dolía, claro, para ellas era sencillo quitar lo escrito en los granos de la orilla.
¿Qué le quedaba, entonces? Sólo el crepitar de las hojas, y el canto de los grillos. El silencio y el murmullo del viento, le quedaba todo y nada. Su inmenso amor no correspondido y el dolor de un corazón que no escucharía consejos, porque no podía dejar de amar.
Limpió las huellas que dejaban sus maltrechos sentimientos en su rostro y sonrió con melancolía hacia su única compañera esa noche.
El enorme satélite que no tenía luz propia, que sólo proyectaba el resplandor de las estrellas con las que convivía. Le dio las gracias y alisó sus ropas, aquella gran majestuosidad en el firmamento le devolvió el saludo.
Ambas, muy en el fondo, sabían que eran iguales.